La mosca todo lo sabe y lo ve.
Sobrevuela las mesas que dan a Bulnes y se percata de una leve tensión en la
pareja de la seis. Él habla y habla mientras ella escucha con los labios
apretados. La mosca se posa expectante en el ángulo derecho de un sobrecito de
azúcar (los de edulcorante son flacuchos, insulsos). Siente que el corazón se
le acelera cuando la chica, la de la seis, está por hablar, casi por estallar.
Pero no, ella sigue apretándose el labio inferior, y ahora también aprieta las
manos debajo de la mesa.
La
mosca se impacienta. Vuela a otra mesa. La nueve. Dos hombres de
cuarenta y tantos hablan de negocios. La conversación discurre acerca de cómo
evadir impuestos de la manera más eficiente, que es lo mismo que hablar de
negocios. Qué aburrimiento.
En
la once se sentaron dos amigas. La mosca sabe que son amigas porque se hablan
con cariño, una le toma la mano a la otra. Le da ánimo. La mosca siente un aleteo de
empatía. La amiga que se ve más segura, más confiada, bebe el último sorbo de
café. Con delicadeza, toma una servilleta de papel, la extiende y coloca una a
una las masitas que había traído el mozo. Hace un paquetito y lo guarda en la cartera. La mosca
siente empatía una vez más.
De
un rincón le llega a la mosca cierto barullo, como de cotorras trastornadas. La
mosca detesta a las cotorras. Pero no puede resistir la tentación de saber.
Vuela de un zumbido seco hasta la
trece. Se para sobre el plafón de la lámpara que ilumina las
cabezas grises de cuatro octogenarias. Todavía no han vivido tanto como yo,
piensa la mosca. Una,
la del collar de perlas, está muy agitada. Qué vergüenza, qué se piensan, yo no
vengo más. Otra, la del broche de oro en la solapa de su abrigo, está
escandalizada. Yo me voy ya mismo, y pronuncia las ye con fuerza porteña. La
tercera revisa una vez más la
cuenta. Acá nos están robando. La cuarta, quizá avergonzada,
quizá amedrentada por la vehemencia de sus amigas, hace que busca algo en la cartera. La mosca
percibe la ola de calor que se desató en la cara de la vieja. La otras tres
compiten a ver quién tiene la lengua más filosa. Este mozo se cree que ya es
Navidad y que nosotras somos Papá Noel. Prefiero tirar dos pesos a la basura
antes que regalárselos a estos sinvergüenzas. Hay que denunciarlos por abuso al
cliente.
La
mosca sigue la escena atenta. Se acerca el mozo. Hace veinte años que trabaja
ahí y conoce a los bueyes con los que ara. Calma, señoras, acá nadie quiere
robarles nada. Esos dos pesos no están de más, son por la manteca y la
mermelada que pidieron. Lejos de apaciguar a las fieras, el mozo siente que
está por perder la
batalla. Pues bien, nosotras no se lo vamos a pagar. Así que
cóbrenos todo menos dos pesos.
La
mosca se decide. Vuela como un rayo nocturno, como un cóndor andino, como un
dardo en un bar inglés, hasta la cocina. Pasa por encima del cocinero, la mesada
repleta de ollas, vuela más allá de las heladeras y las estanterías, y llega
hasta las bolsas negras, la síntesis de lo perfecto. Se sumerge en la más
grande, la que está a punto de reventar, y se revuelca en la podredumbre. Identifica
uno a uno los fétidos aromas y sabores. Se regodea en ellos para luego, casi en
trance, salir volando. Pasa nuevamente por las heladeras, la mesada y el
cocinero, esquiva las puertas batientes y llega casi sin aliento a la mesa de
las viejas.
Todavía
no terminaron el té. Con elegancia ancestral, pasa de una taza a la otra. Una, dos, tres. En
cada parada sacude suavemente las alas y estira las patas. Partículas
minúsculas e invisibles caen en los tés casi fríos. Decide no detenerse en la
cuarta taza.
Esa
noche, en algún lugar de la ciudad, tres viejas solas, cada una con su cruel
soledad, se doblan de dolor en los baños de sus casas. Sudan y deliran
afiebradas hasta el amanecer. Escherichia coli, diagnostican los
médicos.
Mientras mira la
novela de la diez, la cuarta vieja mordisquea de a poco tres bombones de
chocolate. En una de las tandas publicitarias, se levanta para prepararse un
té. Cuando va llenando la taza, recuerda el episodio en la cafetería. Podría
jurar que hoy una mosca me guiñó un ojo, se dice, y divertida por su propia
ocurrencia, suelta una sonora carcajada.
Te felicito Alejandra por animarte a escribir un relato sobre las moscas, como se animó el poeta mas famoso de Escocia Robert Burns escribir sobre un ratón que sufría porque le habían destruido su hogarcito en el campo.
ResponderEliminarRonald
¡Gracias, Ron! No recordaba a Burns, creo que en algún momento lo estudié, pero no lo tenía presente, así que busqué y busqué, y encontré el poema del ratoncito. Me gustó mucho esta estrofa:
ResponderEliminarYour small house, too, in ruin!
Its feeble walls the winds are scattering!
And nothing now, to build a new one,
Of coarse grass green!
And bleak December's winds coming,
Both bitter and keen!
Me encanta la imagen del viento.
¡Saludos!
¡Hola Alejandra! Estuve en el taller el sábado en Villa Constitución y me gustó tanto tu cuento que acabo de leérselo en voz alta a mi cuñada quien también escribe muy lindo... y como la cuarta vieja, también ella largó su carcajada cuando leí el final! Un placer lo del sábado, la pasamos muy bien. ¡¡Gracias!! Luciana.
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