martes, 15 de julio de 2014

El cuento que copio a continuación recibió el cuarto premio del concurso "Historias de la Dignidad Humana - Cuentos y Relatos sobre la Tortura", organizado por la Defensoría General de la Nación, y es parte del libro que lleva el mismo nombre y que se publicó hace apenas unos días. ¡Ojalá les guste!

Gallinas

                                                                       A Gustavo

Volví a ver al pibe la noche en que el Flaco Spinetta tocó por primera y última vez en Vélez. Era diciembre y a la ciudad le sentaba bien el aire nocturno. O quizá ésa era mi sensación, un sosiego que por momentos se alternaba con la expectativa de lo que vendría. Yo iba solo, Carmen no había querido acompañarme. No le gustaba tener que dejar a los chicos con una niñera. No me molestaba ir solo, es más, recuerdo haber disfrutado del trayecto en auto: primero la General Paz, después la 25 de Mayo, y a medida que me acercaba, la luz casi irreal que proyectaban los reflectores del estadio a esa altura inhumana que da la autopista. Tuve que hacer un esfuerzo para concentrarme en la salida y no seguir de largo.

Era temprano para entrar y tenía hambre. A pocos metros de la puerta para la platea, había un carrito de venta de hamburguesas. Caseras, decía el cartel sobre la chapa del carro, y alrededor del “caseras” se veía fileteada una cinta celeste y blanca que remataba en una escarapela con moño. El vendedor era alto y corpulento, con varios kilos de más. Llevaba puesta una remera con la cara del Indio Solari que le quedaba un poco apretada. Le calculé la edad: tendría cuarenta y pico, como yo. Era morocho y las canas le habían teñido las sienes. Entre vuelta y vuelta de las hamburguesas, el tipo miraba para atrás, le decía algo a una chica que vendía pósters, y se reía. Al mismo tiempo se las arreglaba para cobrar, preguntar kétchup o mayonesa, y ofrecer esas servilletas resbalosas que no sirven para nada pero que dan un poco de nostalgia y uno agarra de a montones.

Mientras me acercaba, noté cierta extrañeza en la mirada del vendedor, como si cada tanto los ojos se le perdieran en algún punto lejano. Cuando estuve frente a él, lo miré a la cara y me di cuenta de que tenía un ojo de vidrio. Entonces, un recuerdo mordaz, un pedazo de memoria, me clavó sus pinzas de cangrejo en la boca del estómago. El vendedor era el pibe.


La semana que siguió a esa plaza desbordante, ciega de euforia, que Galtieri no había imaginado ni en el más etílico de sus sueños, los oficiales y suboficiales en Campo de Mayo sacaron a relucir un patriotismo exacerbado e histérico, mientras que en silencio el pánico echaba raíces y empezaba a crecer como un cáncer. Yo era conscripto y nos habían mandado ahí a hacer la instrucción. Ese día, el del tan festejado desembarco en Malvinas, sentí el mismo miedo que me acosaba de chico en mis pesadillas. Para ahuyentarlo, empecé a usar el mismo recurso de aquel entonces: el absurdo. Imaginaba que el regimiento era un gran gallinero, con cluecas y batarazas sacudiendo las plumas, dando picotazos y peleándose por cacarear más fuerte. Entonces, agachaba la cabeza y me reía por lo bajo, y así el miedo se replegaba, aunque más no fuera por un momento.

Con el paso de los días, la instrucción empezó a ponerse más brava. Nos levantaban a las dos, tres de la mañana, y nos sacaban a correr hasta que amaneciera. Ya era mayo y el aire, una masa compacta y helada, no se dejaba respirar. La humedad clavaba su navaja hasta en los huesos. Vamos, vamos, que prontito se van de excursión, retumbaba en los oídos la sorna de Palacio, un suboficial petiso que usaba el bigote bien finito. Era jodido Palacio. Había que cuidarse de él porque se le notaba una rabia de matón de poca monta, se le notaba en la voz, en la forma de caminar y pararse. Y uno nunca sabía cuándo podía explotar. Cuando era él quien nos mandaba a correr, o saltar, o hacer cualquiera de esas maniobras (algunas impensables hoy) que llamaban instrucción, siempre había consecuencias. O colaterales, así decía Palacio. Por ejemplo, cuando algún conscripto no llegaba al desayuno porque iba directo a la enfermería vomitando bilis del agotamiento y el hambre, o temblando con una fiebre que le volaba la cabeza, eso era un colateral.

Después de que empezó la guerra, vinieron las familias a visitarnos. Fue extraño porque no nos habían avisado. De pronto, vimos llegar a madres, hermanas, novias, todas con algún paquete de comida. Padres había menos, siempre me pregunté por qué. El mío no había ido. En ese momento pensé que yo no le importaba o que estaba muy ocupado para ir a visitarme. Ahora entiendo, quizá todo eso era demasiado para mi viejo, un polaco cabeza dura que a veces me aburría con sus cuentos de cuando chico en el campo. Ahora lo entiendo, aunque tantas veces, ya no sé cuántas, me he preguntado cómo fue que me dejó ahí, cómo fue que dejaron ir a tantos, cuánto poder tenían los milicos. Me lo pregunto y confieso que tengo que hacer un esfuerzo para mantener a raya el reproche. 

Una noche Palacio nos mandó a todos a los baños. Éramos cuarenta o cincuenta. Primero nos hizo descalzar, para que sintiéramos el frío que iban a sentir los ingleses que no tenían ni botas, nos dijo, y después nos hizo desvestir. El piso del baño estaba todo mojado, parecía que alguien había dejado abierta alguna canilla. Pero está limpio, me consolé pensando. Palacio hizo cerrar las ventanas que bordeaban la parte alta de la pared donde estaban las bachas. Se paró en la puerta y desde ahí empezó a bailarnos. Dijo que hasta que los vidrios no quedaran totalmente empañados, no nos largaba. Así, desnudos, nos pusimos a correr tratando de no tocarnos.

Alguno cada tanto tambaleaba, no era fácil moverse con el piso mojado. Cerca mío había un pibe grandote (me llevaba una cabeza), morocho, con cara de bonachón. No parecía ágil y al respirar se le escuchaba un silbido. Me acuerdo que pensé en un fuelle pinchado. Los minutos pasaban y Palacio no daba tregua. El pibe grandote tenía cada vez más dificultad para respirar. Sargento, alcanzó a decir, y cayó al piso boca abajo. Desde la puerta Palacio empezó a insultarlo, y cuando vio que el pibe no se levantaba, se acercó y le pateó una pierna. Vamos, levantate mariquita, le gritaba. A ver vos, rubia, me dijo a mí, ayudá a tu noviecito. Le puse una mano al pibe debajo de un hombro y lo sacudí un poco. Uno que estaba cerca quiso ayudar, pero Palacio le gritó que se quedara en el molde. No sé de dónde saqué yo fuerzas ni de dónde las sacó el pibe, pero a los dos minutos estaba de nuevo en pie. El silbido se había hecho más agudo. Palacio volvió a gritar orden tras orden como enloquecido. No toleraba la debilidad.

Estábamos corriendo. No habían pasado muchos minutos cuando el pibe empezó a tambalear de nuevo. Palacio se le puso a correr al lado, gritándole que el ejército no quería nenas, que la patria era como una hembra sedienta de victoria y que necesitaba hombres, y le gritaba y le pegaba detrás de la cabeza, hasta que el pibe se resbaló y cayó sobre una de las bachas, y después al piso, como un peso muerto, boca abajo. Yo me agaché a ayudarlo, pero fue más un acto instintivo que de solidaridad. Palacio seguía con sus gritos y mientras, yo quería levantar al pibe, pero no podía, y de pronto vi sangre y me acerqué para hablarle al oído, y vi más sangre, y el pibe no se movía. Furioso, enceguecido por su propia ira, Palacio volvió a cargar a las patadas, esta vez contra los dos. Sentí un dolor punzante en las costillas y de pronto a mí también me costaba respirar. Un fuelle pinchado, pensé, y lo poco que me quedaba de fuerzas se esfumó en el aire húmedo del baño.

Tirado en el piso oí a la distancia más gritos, pero eran de otras voces, y después unas manos me agarraron y me cargaron. Yo arrastraba los pies, al lado vi al pibe que lo llevaban entre dos. Estaba consciente porque se apretaba un ojo con la mano, tenía la cara llena de sangre. Y alrededor todos seguían desnudos, algunos temblaban, me pareció.

Me desperté en la cama de la enfermería. Sentía una brasa en las costillas. Me toqué donde me dolía y noté una venda. Pero fue como si mi mente descartara de inmediato ese dato, ese hecho que la realidad le ofrecía, y giré la cabeza para mirar por una ventana que tenía a la derecha. La helada había teñido de blanco el campo y el cielo ya mostraba el color ceniza de un día que venía sin sol. Cerré los ojos y tuve la sensación de estar tocando con la mano un charco de sangre tibia sobre el piso frío del baño. Me acordé del pibe. No tenía idea de adónde lo habían llevado. La cama al lado de la mía estaba vacía, y esas dos eran las únicas que había en la enfermería. Al rato empecé a oír voces y movimientos. Llegaban y se iban camiones. Traté de volver a dormirme, pero no pude.

Afuera estaba más claro cuando entró un conscripto y me dijo que ya podía levantarme para ir a desayunar. Lo miré desconfiado y enseguida agregó que era el asistente del enfermero. Sin volver a hablar, me ayudó a incorporarme y después a ponerme la chaqueta y las botas. Me costaba calzarme porque tenía un tobillo hinchado como una berenjena. Recién cuando moví el pie, sentí el dolor. Seguro que es un esguince, pensé. Lo que todavía hoy me sorprende es que en ningún momento me pregunté el porqué de esas costillas que ardían. Tenés suerte vos, me espetó el aspirante a enfermero. Los aviones están saliendo hoy y mañana, pero vos tenés para unos días más acá. Debo de haberlo mirado con cara de bobo, o de lerdo, porque me aclaró, como cuando se le explica con impaciencia a alguien que se niega a entender: Dieron la orden de cargar soldados acá para las islas. Pero vos por ahora te quedás. Con esas costillas rotas no podés ir a ningún lado.

El 14 de junio Menéndez firmó la rendición y el velo de la muerte nos cubrió a todos. Yo terminé la colimba al año siguiente, después de brindarle mis servicios a la patria vigilando la despensa donde se guardaban las provisiones, poniendo adoquines en las veredas de Pacífico y haciendo de chofer de la esposa de un oficial. La vieja tenía un perrito lanudo y malhumorado al que sacaba a pasear en auto. Cada tanto me hacía parar para que el perrito cagara, y yo limpiaba. 

Esa noche, la del recital, volví a ver al pibe. Era él, el gordo, el vendedor de hamburguesas con la remera del Indio Solari. Una hamburguesa y una coca, le dije, con una voz que no supo simular la conmoción. Me miró, dio vuelta y vuelta una hamburguesa de las que ya tenía sobre la plancha, y me sirvió la gaseosa. Gallinas, me dijo, son como gallinas. Y se rió fuerte. Eso me dijiste vos esa noche en la colimba, ¿no te acordás?, siguió. Yo estaba perplejo, no recordaba haber cruzado palabra con él. Me lo dijiste mientras nos llevaban a la enfermería. Me parecía que me iba a morir del dolor, pero te escuché y me dieron ganas de reírme, qué loco, ¿no? Después a mí me llevaron al Hospital Militar. ¿Vos también zafaste de subir al avión?

Fue un concierto histórico el que dio Spinetta aquella noche, histórico para varias generaciones y también para mí, aunque nunca llegué a mi platea. Me quedé ahí con el gordo, el pibe de aquel baño de la colimba, charlando mientras él vendía sus hamburguesas y hasta que se apagó el último reflector del estadio.


lunes, 17 de marzo de 2014

A Summer Morning in my New Home



I’ve just caught
a glimpse of life here:
A brave hummingbird
its emerald wings
fluttering
rustling the leaves
A gallant lover
kissing coralbells
deep blue lobelias
scarlet lilies
and the trumpet vine
proud and splendid
He kisses them
so delicate and tenderly
that –I can feel it–
the whole garden sighs
with quiet happiness.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Carta de amor y charcos



Llovió.
Adorada Noelia:
En la calle el verano deja respirar.
Mi corazón se exalta apenas te nombro.
El sol viene asomando como si fuera del veinticinco.
Mis manos se estremecen al recordar las tuyas.
Allá en la esquina vuelve a vocear el diario el Turquito Julián.
Mi memoria recorre tu rostro, dulce, blanquísimo como las nieves eternas de los Andes.
Salen las palomas de su refugio y picotean las ciruelas de la verdulería.
Mi boca ansía con locura volver a estar cerca de la tuya, fruta madura de mis deseos.
Los pibes del barrio empiezan a poblar las veredas con sus botas de goma gastada.
Prométeme tu amor porque el mío ya lo tienes hasta el fin del mundo y de los días.
Se desafían a pisar los charcos que tienen en el fondo un barro gris y ceniciento.
¡Oh Noelia de mis sueños! ¡Prométeme que serás siempre mía!
Como siempre, Miguelito llega último, pero hoy se siente victorioso porque con sus botas violetas acaba de hundir un papel, una hoja de cuaderno con algo escrito. La pisa, la aplasta y con el otro pie la levanta y de un sacudón la manda a otro charco más grande. Sale corriendo contento, apurado para no quedarse atrás.
¡Oh Noelia de mi corazón! ¡Yo siempre seré tuyo!
Amorosamente,
Luis Alberto