Gallinas
A Gustavo
Volví a ver al pibe la noche en que el Flaco
Spinetta tocó por primera y última vez en Vélez. Era diciembre y a la ciudad le
sentaba bien el aire nocturno. O quizá ésa era mi sensación, un sosiego que por
momentos se alternaba con la expectativa de lo que vendría. Yo iba solo, Carmen no había querido acompañarme. No le gustaba tener que
dejar a los chicos con una niñera. No me molestaba ir solo, es más, recuerdo
haber disfrutado del trayecto en auto: primero la General Paz, después
la 25 de Mayo, y a medida que me acercaba, la luz casi irreal que proyectaban
los reflectores del estadio a esa altura inhumana que da la autopista. Tuve
que hacer un esfuerzo para concentrarme en la salida y no seguir de largo.
Era temprano para entrar y
tenía hambre. A pocos metros de la puerta para la platea, había un carrito de
venta de hamburguesas. Caseras, decía el cartel sobre la chapa del carro, y
alrededor del “caseras” se veía fileteada una cinta celeste y blanca que
remataba en una escarapela con moño. El vendedor era alto y corpulento, con
varios kilos de más. Llevaba puesta una remera con la cara del Indio Solari que
le quedaba un poco apretada. Le calculé la edad: tendría cuarenta y pico, como
yo. Era morocho y las canas le habían teñido las sienes. Entre vuelta y vuelta de las hamburguesas, el tipo miraba para atrás, le
decía algo a una chica que vendía pósters, y se reía. Al mismo tiempo se las
arreglaba para cobrar, preguntar kétchup o mayonesa, y ofrecer esas servilletas
resbalosas que no sirven para nada pero que dan un poco de nostalgia y uno agarra de a montones.
Mientras me
acercaba, noté cierta extrañeza en la mirada del vendedor, como si cada tanto
los ojos se le perdieran en algún punto lejano. Cuando estuve frente a él, lo
miré a la cara y me di cuenta de que tenía un ojo de vidrio. Entonces, un
recuerdo mordaz, un pedazo de memoria, me clavó sus pinzas de cangrejo en la
boca del estómago. El vendedor era el pibe.
La semana que siguió a esa plaza desbordante, ciega de euforia, que Galtieri no había imaginado ni en el más etílico de sus sueños, los oficiales y suboficiales en Campo de Mayo sacaron a relucir un patriotismo exacerbado e histérico, mientras que en silencio el pánico echaba raíces y empezaba a crecer como un cáncer. Yo era conscripto y nos habían mandado ahí a hacer la instrucción. Ese día, el del tan festejado desembarco en Malvinas, sentí el mismo miedo que me acosaba de chico en mis pesadillas. Para ahuyentarlo, empecé a usar el mismo recurso de aquel entonces: el absurdo. Imaginaba que el regimiento era un gran gallinero, con cluecas y batarazas sacudiendo las plumas, dando picotazos y peleándose por cacarear más fuerte. Entonces, agachaba la cabeza y me reía por lo bajo, y así el miedo se replegaba, aunque más no fuera por un momento.
Con el paso de
los días, la instrucción empezó a ponerse más brava. Nos levantaban a las dos,
tres de la mañana, y nos sacaban a correr hasta que amaneciera. Ya era mayo y
el aire, una masa compacta y helada, no se dejaba respirar. La humedad clavaba
su navaja hasta en los huesos. Vamos, vamos, que prontito se van de excursión,
retumbaba en los oídos la sorna de Palacio, un suboficial petiso que usaba el
bigote bien finito. Era jodido Palacio. Había que cuidarse de él porque se le
notaba una rabia de matón de poca monta, se le notaba en la voz, en la forma de
caminar y pararse. Y uno nunca sabía cuándo podía explotar. Cuando era él quien
nos mandaba a correr, o saltar, o hacer cualquiera de esas maniobras (algunas
impensables hoy) que llamaban instrucción, siempre había consecuencias. O
colaterales, así decía Palacio. Por ejemplo, cuando algún conscripto no llegaba
al desayuno porque iba directo a la enfermería vomitando bilis del agotamiento
y el hambre, o temblando con una fiebre que le volaba la cabeza, eso era un
colateral.
Después de que
empezó la guerra, vinieron las familias a visitarnos. Fue extraño porque no nos
habían avisado. De pronto, vimos llegar a madres, hermanas, novias, todas con algún
paquete de comida. Padres había menos, siempre me pregunté por qué. El mío no
había ido. En ese momento pensé que yo no le importaba o que estaba muy ocupado
para ir a visitarme. Ahora entiendo, quizá todo eso era demasiado para mi
viejo, un polaco cabeza dura que a veces me aburría con sus cuentos de cuando
chico en el campo. Ahora lo entiendo, aunque tantas veces, ya no sé cuántas, me
he preguntado cómo fue que me dejó ahí, cómo fue que dejaron ir a tantos,
cuánto poder tenían los milicos. Me lo pregunto y confieso que tengo que hacer
un esfuerzo para mantener a raya el reproche.
Una noche
Palacio nos mandó a todos a los baños. Éramos cuarenta o cincuenta. Primero nos
hizo descalzar, para que sintiéramos el frío que iban a sentir los ingleses que
no tenían ni botas, nos dijo, y después nos hizo desvestir. El piso del baño
estaba todo mojado, parecía que alguien había dejado abierta alguna canilla.
Pero está limpio, me consolé pensando. Palacio hizo cerrar las ventanas que
bordeaban la parte alta de la pared donde estaban las bachas. Se paró en la
puerta y desde ahí empezó a bailarnos. Dijo que hasta que los vidrios no
quedaran totalmente empañados, no nos largaba. Así, desnudos, nos pusimos a
correr tratando de no tocarnos.
Alguno cada
tanto tambaleaba, no era fácil moverse con el piso mojado. Cerca mío había un
pibe grandote (me llevaba una cabeza), morocho, con cara de bonachón. No
parecía ágil y al respirar se le escuchaba un silbido. Me acuerdo que pensé en
un fuelle pinchado. Los minutos pasaban y Palacio no daba tregua. El pibe
grandote tenía cada vez más dificultad para respirar. Sargento, alcanzó a
decir, y cayó al piso boca abajo. Desde la puerta Palacio
empezó a insultarlo, y cuando vio que el pibe no se levantaba, se acercó y le
pateó una pierna. Vamos, levantate mariquita, le gritaba. A ver vos, rubia, me
dijo a mí, ayudá a tu noviecito. Le puse una mano al pibe debajo de un hombro y
lo sacudí un poco. Uno que estaba cerca quiso ayudar, pero Palacio le gritó que
se quedara en el molde. No sé de dónde saqué yo fuerzas ni de dónde las sacó el
pibe, pero a los dos minutos estaba de nuevo en pie. El silbido se había hecho
más agudo. Palacio volvió a gritar orden tras orden como enloquecido. No
toleraba la debilidad.
Estábamos
corriendo. No habían pasado muchos minutos cuando el pibe empezó a tambalear de
nuevo. Palacio se le puso a correr al lado, gritándole que el ejército no
quería nenas, que la patria era como una hembra sedienta de victoria y que
necesitaba hombres, y le gritaba y le pegaba detrás de la cabeza, hasta que el
pibe se resbaló y cayó sobre una de las bachas, y después al piso, como un peso
muerto, boca abajo. Yo me agaché a ayudarlo, pero fue más un acto instintivo
que de solidaridad. Palacio seguía con sus gritos y mientras, yo quería
levantar al pibe, pero no podía, y de pronto vi sangre y me acerqué para
hablarle al oído, y vi más sangre, y el pibe no se movía. Furioso, enceguecido
por su propia ira, Palacio volvió a cargar a las patadas, esta vez contra los
dos. Sentí un dolor punzante en las costillas y de pronto a mí también me
costaba respirar. Un fuelle pinchado, pensé, y lo poco que me quedaba de
fuerzas se esfumó en el aire húmedo del baño.
Tirado en el
piso oí a la distancia más gritos, pero eran de otras voces, y después unas
manos me agarraron y me cargaron. Yo arrastraba los pies, al lado vi al pibe
que lo llevaban entre dos. Estaba consciente porque se apretaba un ojo con la
mano, tenía la cara llena de sangre. Y alrededor todos seguían desnudos,
algunos temblaban, me pareció.
Me desperté en
la cama de la
enfermería. Sentía una brasa en las costillas. Me toqué donde
me dolía y noté una venda. Pero fue como si mi mente descartara de inmediato
ese dato, ese hecho que la realidad le ofrecía, y giré la cabeza para mirar por
una ventana que tenía a la
derecha. La helada había teñido de blanco el campo y el cielo
ya mostraba el color ceniza de un día que venía sin sol. Cerré los ojos y tuve
la sensación de estar tocando con la mano un charco de sangre tibia sobre el
piso frío del baño. Me acordé del pibe. No tenía idea de adónde lo habían
llevado. La cama al lado de la mía estaba vacía, y esas dos eran las únicas que
había en la enfermería.
Al rato empecé a oír voces y movimientos. Llegaban y se iban
camiones. Traté de volver a dormirme, pero no pude.
Afuera estaba
más claro cuando entró un conscripto y me dijo que ya podía levantarme para ir
a desayunar. Lo miré desconfiado y enseguida agregó que era el asistente del
enfermero. Sin volver a hablar, me ayudó a incorporarme y después a ponerme la
chaqueta y las botas. Me costaba calzarme porque tenía un tobillo hinchado como
una berenjena. Recién cuando moví el pie, sentí el dolor. Seguro que es un
esguince, pensé. Lo que todavía hoy me sorprende es que en ningún momento me
pregunté el porqué de esas costillas que ardían. Tenés suerte vos, me espetó el
aspirante a enfermero. Los aviones están saliendo hoy y mañana, pero vos tenés
para unos días más acá. Debo de haberlo mirado con cara de bobo, o de lerdo,
porque me aclaró, como cuando se le explica con impaciencia a alguien que se
niega a entender: Dieron la orden de cargar soldados acá para las islas. Pero
vos por ahora te quedás. Con esas costillas rotas no podés ir a ningún lado.
El 14 de junio
Menéndez firmó la rendición y el velo de la muerte nos cubrió a todos. Yo
terminé la colimba al año siguiente, después de brindarle mis servicios a la
patria vigilando la despensa donde se guardaban las provisiones, poniendo
adoquines en las veredas de Pacífico y haciendo de chofer de la esposa de un
oficial. La vieja tenía un perrito lanudo y malhumorado al que sacaba a pasear
en auto. Cada tanto me hacía parar para que el perrito cagara, y yo
limpiaba.
Esa noche, la
del recital, volví a ver al pibe. Era él, el gordo, el vendedor de hamburguesas
con la remera del Indio Solari. Una hamburguesa y una coca, le dije, con una
voz que no supo simular la
conmoción. Me miró, dio vuelta y vuelta una hamburguesa de
las que ya tenía sobre la plancha, y me sirvió la gaseosa. Gallinas,
me dijo, son como gallinas. Y se rió fuerte. Eso me dijiste vos esa noche en la
colimba, ¿no te acordás?, siguió. Yo estaba perplejo, no recordaba haber
cruzado palabra con él. Me lo dijiste mientras nos llevaban a la enfermería. Me
parecía que me iba a morir del dolor, pero te escuché y me dieron ganas de
reírme, qué loco, ¿no? Después a mí me llevaron al
Hospital Militar. ¿Vos también zafaste de subir al avión?
Fue un concierto
histórico el que dio Spinetta aquella noche, histórico para varias generaciones
y también para mí, aunque nunca llegué a mi platea. Me quedé ahí con el gordo,
el pibe de aquel baño de la colimba, charlando mientras él vendía sus
hamburguesas y hasta que se apagó el último reflector del estadio.