La mañana que ella
lo descubrió había sido igual a cualquier otra. Eso si no se cuenta el extraño
suceso de una 9 de Julio sin tránsito. Era martes y no había autos, ni
colectivos, ni motos; ni siquiera se veía el flamante metrobús. Paro del sindicato
de transporte público, pensó con lógica, aunque eso no explicaba de ningún modo
la ausencia de autos particulares. Llegó a la oficina de Moreno y San José treinta
y cinco minutos antes de lo habitual. El vigilante del turno noche bostezaba
mientras miraba el reloj, seguramente a la espera de quien lo reemplazaría en
el turno de día. El vigilante no lo saludó. Ciro estaba acostumbrado a pasar
inadvertido a causa de una invisibilidad tenaz que se le había pegado al cuerpo
desde que era chico. La mayoría de las veces, agradecía esa cualidad de imperceptible
que tenía su cuerpo, su cara, su andar. Aunque es cierto que hubo ocasiones en
que la padeció, pero ésas prefería no recordarlas.
Era muy temprano todavía. No se
preocupó porque sus veintisiete años en el puesto le habían ganado el acceso irrestricto
a la oficina principal. Como quien entra a su propia casa, fue siguiendo el
ritual que habitualmente cumplía la encargada de limpieza: encendió todas las
llaves de luz y la calefacción central, subió la pesada reja de la ventana que
daba a la calle, y puso en marcha el mamotreto de la fotocopiadora y la cafetera,
casi tan vieja como la oficina misma. Eran ya las nueve y cuarto, y el resto de
los empleados no había llegado todavía. A las diez menos cinco, Ciro seguía
solo en esa pálida repartición del servicio público. Supuso que por la huelga
de transporte, nadie había podido trasladarse. Aunque algunos vivían bastante
cerca y hubieran podido llegar en bicicleta, o a pie. Ciro pensó esto y un aire
de desdén le cruzó la cara.
Si por lo menos alguno de sus compañeros tuviera una décima
parte de la disciplina que él tenía. No sólo disciplina, también compromiso,
lealtad, abnegación, pensó por último, y le gustó tanto la palabra que se la
quedó masticando por un rato. Tampoco había gente, usuarios, como decía Doris,
o el público, como insistía en llamarlo Vázquez, el director general.
El día anterior, lunes 5 de agosto,
la escena había sido totalmente opuesta. La oficina rebalsaba de gente, ansiosa
en su mayoría. Miguel, el del mostrador de informes, jamás se dejaba impregnar
de esa ansiedad tan típica de las oficinas públicas, y repetía la esencial pregunta
una y otra vez –¿inédita o publicada?– sin variar el tono ni la mueca. Porque lo
decía medio de costado, como si sostuviera con la boca un escarbadientes imaginario.
Para colmo de males, a poco de haber abierto al público, el tablero electrónico
en el que se anunciaba el orden de atención y el mostrador correspondiente, había
dejado de funcionar. Vino Jorge, el maestranza, como le decían probablemente
para no llamarlo por su nombre (desempeñaba tareas consideradas menores), y por
más que intentó una y otra vez, no pudo encender el tablero. Es que quisieron
ahorrar y compraron el coreano, viste, y yo les dije, nada mejor que los
tableros taiwaneses, pero no me dieron bolilla. Todo por ahorrarse unos mangos,
le explicó a Doris, que lo escuchaba a desgano. Entonces, vino Pablo, el de
sistemas, diciendo que en la secundaria lo llamaban MacGyver porque podía meter
mano en cualquier artefacto, una vez hasta ayudó a la Federal a desarmar una
bomba casera que habían encontrado en la puerta de su edificio. Eso contaba
Pablo, pero él tampoco logró que el tablero coreano funcionara.
En el público la ansiedad inicial se estaba transformando en ira,
contenida aún, es cierto, pero ira al fin. Entonces, Ciro, sabiendo mejor que
nadie que hasta media docena de gatos enjaulados son más mansos que los
usuarios de una repartición pública sin atender, tomó coraje y empezó a llamar a
viva voz: 008, dijo enérgico, y sin proponérselo vio cuando ella se levantaba
como un resorte de su asiento mientras se le caía el tapado, una bolsa enorme y
varios libros.
Tenía el pelo castaño y ojos muy grandes, y llevaba el pelo en una trenza
larga y gruesa. Era joven aún y a Ciro le recordó uno de esos cuadros de la
pintora mexicana que se veían por todas partes. Se acercó al mostrador, maniobrando
todavía el tapado, la bolsa, los libros, y ahora, unos papeles impresos. Lo
saludó alegremente, sin darse cuenta de que Ciro se había sonrojado y había
bajado la vista casi por instinto. Quiero registrar mis poemas, le dijo, aunque
te soy sincera, no sé quién querría plagiarlos, o leerlos, y se rió con
liviandad. Ciro no le respondió, pero notó con inquietud el tuteo y enseguida tomó
un formulario de cada color y le dio primero el amarillo. Detestaba los formularios
amarillos porque le recordaban la sémola que lo obligaban a comer cuando se
enfermó de hepatitis a los nueve años. Podría decirse que el amarillo también
es el color del infortunado convaleciente de hepatitis, pero eso Ciro no lo
pensó. Por los rosa viejo sentía un rencor profundo, prácticamente enquistado, porque
era igual al color de las paredes de su pieza en su casa materna de Glew. Por
más que había protestado y pataleado, su madre nunca accedió a pintar la pieza
de otro color. Era tan triste el rosa viejo, y le daba tanta bronca tener que
aguantárselo. Por eso gozaba cuando alguien se equivocaba al completar los
formularios. La inminencia del bollo arrojado al cesto de papeles, o el ruido
cuando rompían (desgarraban) un formulario en dos, tres, cuatro pedazos, según
lo irritado que estuviera el cliente, se le presentaban como una recompensa por
tantos años de humillación. Ciro no aceptaba tachaduras ni enmiendas, no, no, de
ningún modo.
Complete acá, por favor, le dijo. Pero no lo firme todavía. Ella buscó
algo en la bolsa y después en una cartera diminuta que llevaba colgada como un
morral. Lo miró resignada y él entendió que no tenía birome. Siempre pasaba lo
mismo con las mujeres. Por qué será que no pueden guardar una birome en la
cartera, o en algún bolsillo. Llevan tantas cosas, a veces algunas ponen la
cartera arriba del mostrador y empiezan a sacar todo tipo de objetos, hasta los
más íntimos, esos de cuya existencia Ciro desearía no enterarse. Sacan pañuelos,
desodorantes, perfumes, tampones y pinturas para la cara, juguetes y mamaderas
de los hijos, paquetes con galletitas incomibles porque están hechas migas, llaves,
tantas llaves, como si vivieran en veinte casas, papeles arrugados y pequeños
envoltorios que nunca tiran en ningún cesto. Aunque sin dudas el objeto más
extraño que Ciro ha visto salir del bolso de una mujer es un criquet para el
auto. Pinché en la salida de la autopista, ¿podés creer?, le dijo una vez una, pero
él nunca entendió por qué había guardado el criquet en la cartera.
Ese lunes 5 de agosto la mujer joven de ojos grandes y trenza larga
completó el formulario amarillo con lentitud y seriedad, como si el hacerlo
fuera algún rito fundamental, y se lo entregó a Ciro. ¿Me permite su DNI?, le
pidió él. En la cara de ella apareció la zozobra. Ay, no lo traje, pero tengo la cédula,
sirve igual, ¿no?, le dijo (ah, ahora te reís nerviosa, pensó Ciro).
Lamentablemente, no, le respondió él, con un énfasis excesivo en el no. Va a
tener que volver mañana. ¿Quién sigue? La mujer joven se mordió un labio,
recogió sus cosas y salió. Ciro sintió el pellizcón del remordimiento; sin
embargo, enseguida acomodó los papeles amarillos y los rosa viejo, y se dispuso
a seguir con la atención al público. Era un día demasiado ajetreado para dejarse
llevar por pavadas.
Pero hoy martes 6 de agosto Ciro tiene todo el tiempo del mundo para
pensar en zonceras, y también en cosas importantes. Por ejemplo, ha dejado
inconcluso “Dos ratoneras”, un cuento inédito que registró un cadete la semana
pasada. Qué falta de respeto, había pensado Ciro. Mandar a un cadete es como
mandar a la mucama a que anote en el registro civil al hijo de uno recién
nacido. “Dos ratoneras” le había gustado mucho, muchísimo, desde la primera
oración: “En el campo, septiembre es un buen mes para dejar de ser bueno”, así
empezaba. Aunque a decir verdad, desde la portada Ciro ya se
había sentido intrigado: “A L., por el regalo de sus pesadillas. Y a B., porque
no es L.”, esa era la críptica dedicatoria. Era un cuento largo, con demasiados
diálogos, en opinión de Ciro, pero no podía dejar de leerlo. Tenía que valerse
de diversos trucos –cuya eficacia había ido comprobando con el tiempo– para no
ser descubierto. Antes de las lecturas furtivas, había sido preciso llevar al
grado de la perfección su habilidad para abrir los sobres de papel madera, tamaño
oficio, que estaban sellados y firmados y en los que se guardaba cada obra
registrada. Tenía dedos de prestidigitador, y su prolijidad era tal que nadie
notaba que los sobres eran abiertos y luego vueltos a pegar. Ciro se sentía muy
satisfecho de sí con cada nuevo sobre que abría y cada nueva obra que leía. Y luego,
con cada sobre que volvía a cerrar. Podría haber sido mago, pensó un día, y la
certeza de que podría haber sido otra cosa, pero que en realidad él era esto,
un prestidigitador de sobres, un lector, el primero quizás, el más importante, lo
hizo sentir más satisfecho aún. Había en Ciro una devoción de monje que se
volvía más tangible a medida que sus lecturas aumentaban. En la práctica, era
Doris quien, con poca gracia, repetía a los usuarios la solemne frase: Su obra
ha quedado registrada; permanecerá aquí en custodia el tiempo que usted decida.
Ciro desearía agregar: Puede ir en paz, pero nunca lo ha hecho porque no le
corresponde. Su tarea es otra.
Se acuerda que empezó a leer ese cuento el mismo día que lo registraron,
en la hora del almuerzo. Era viernes y los demás empleados salían todos juntos
a comer una pizza en algún bar de San Telmo. Dijo que no se sentía bien y se
quedó en la oficina.
Truco fácil. Cuando al día siguiente quiso seguir leyéndolo,
alegó que Vázquez le había encargado ordenar los biblioratos del quinto piso y
allá fue, con las hojas del cuento dobladas debajo del pulóver. Es un laberinto
ahí arriba, le dijo Doris, y casi sonó comprensiva, cuando lo vio bajar la gran
escalera de mármol un rato antes de las dos, el horario de cierre de la oficina. A pesar de que
había estado más de tres horas dedicado al supuesto orden de los biblioratos,
no había podido terminar el cuento. En un momento, tuvo la sensación de que la
cantidad de páginas que le quedaban por leer, aumentaban en vez de disminuir. También
aumentaba su ansiedad, y eso a Ciro no le hacía bien. Jamás se hubiera
permitido dejar una obra inconclusa. Sería el equivalente a abandonar al perro
que nos ha acompañado toda la vida a la vera del camino, de noche y en
invierno.
Hoy, como ningún
otro empleado ha venido, ni tampoco Vázquez, el director general, Ciro puede
darse el lujo de leer sin apuros ni sobresaltos, tomando un té de tilo o manzanilla,
dejando que el silencio de su alrededor lo envuelva, lo abrace y se le pegue a la piel. El resto de los sentidos
se le adormecen un poco, están cansados de vivir en alerta, y es la lectura el
momento de la pausa tan esperada. Ya es el mediodía y Ciro lo sabe porque
alguna parte de su cerebro le ha dicho que allá abajo el estómago reclama algo
más que un té, algún alimento idealmente. Aun así, él se empeña en continuar, no
puede distraerse con nimiedades.
Sin embargo, a las doce y cinco la puerta se abre y una mujer joven, la
de ojos grandes y trenza larga, entra sin dificultad ni sobresalto. Es que el
acceso a la oficina está totalmente libre. El vigilante del turno de día nunca
llegó y el de la noche abandonó el puesto cuando decidió que era mejor dormir
en su casa. Miguel, el del mostrador de informes, tampoco está allí haciendo su
invariable pregunta. La gente, los usuarios, brillan por su ausencia. En rigor,
los que brillan son los pisos pues nadie, excepto Ciro, los ha transitado hoy. En
esta repartición pública es un martes que se empeña en parecer domingo.
Pero para la mujer joven sigue siendo martes y hoy ella lleva en un
bolsillo de su abrigo el DNI. También lleva en su bolsa dos juegos de
fotocopias, primera y segunda página más el cambio de domicilio. No se los
pidieron, pero –ha decidido– esta vez no la van a tomar desprevenida. Cuando
entra, no le llama la atención la quietud de esta oficina que ayer apenas podía
contener a decenas de personas tensas y avinagradas. Sí siente un olor raro,
como de plástico quemado, pero a ella solo le interesa hacer de una vez su
trámite, registrar su obra, sus poemas. Va directo al mostrador donde estuvo
ayer. No hay nadie atendiendo, pero una vez que está allí, ve a un hombre de
aspecto gris sentado en un escritorio demasiado grande para el tamaño del
hombre. Lo mira con más detenimiento y se da cuenta de que es el mismo empleado
que la atendió ayer. Hoy tengo todo, piensa tranquila.
Ciro oye distante un rumor de papeles y después un carraspeo y finalmente
un buen día corto y seco. No quiere levantar la mirada. Se está
acercando al final de “Dos ratoneras”, lo intuye aunque la pila de páginas
pareciera no adelgazar nunca. No puede distraerse, y sin embargo la mujer esa
que ha venido (cómo vino si hoy no vino nadie) no parece dispuesta a esperar,
menos a marcharse. Ciro se resigna, piensa que ante todo él es un empleado
público ejemplar, abnegación es la palabra que vuelve a rumiar. Se levanta y
sin responder el saludo, se acerca al mostrador. La mujer, que hasta ahora
estuvo revolviendo en su bolso y luego en la cartera pequeñísima que lleva
colgada como un morral, saca una birome. Sus papeles, sus poemas, ya están a la
vista. ¿Puedo ir completando los formularios? Acá tenés mi DNI, y también
copias, si querés. Ciro la mira y recuerda el día de ayer. Recuerda a la mujer
joven de ojos grandes y trenza larga cuyo trámite quedó incluso, trunco, porque
él la ha rechazado. Sabe que podría haberle aceptado la cédula de identidad, incluso
la licencia de conducir, de haber puesto él una mínima fracción de voluntad. No
es su culpa tal vez, puede que ese cuento que ha estado leyendo últimamente lo
tenga demasiado absorto, como si sus diálogos interminables y sus paisajes
bucólicos y terribles a la vez y sus personajes cerrados aunque nítidos,
hubieran comenzado a habitar la mente, el espíritu y también, cómo negarlo, el
cuerpo de Ciro.
Por eso él hoy no puede ni siquiera empezar a hablarle. Y tarda en reaccionar
cuando sin esperar respuesta, ella lo mira a la cara y con la misma liviandad
con que podría comentarse el clima con un extraño en la vereda o en un
ascensor, le pregunta: ¿No te da curiosidad leer lo que trae la gente? Yo me
moriría de ganas, y sonríe, sin malicia, sonríe de verdad. Ciro siente una
explosión en la cabeza, justo detrás de la frente. La boca se le
seca en un instante y las rodillas ceden un poco. Las piernas se han
paralizado, pero tiene que moverse, y rápido. Da media vuelta y se obliga a
caminar hasta el escritorio. Ahora siente otra explosión, esta vez en la base
del cráneo, pero igual sigue, da un paso y luego otro, y uno más. Sin volverse
a la mujer joven, que algo le dice, él cree, agarra el cuento sin terminar,
enrolla las hojas. Ha hecho un movimiento torpe y el té de manzanilla tiñe de
amarillo algunas páginas. Como la sémola, como los formularios, piensa. Y corre
hacia la gran escalera de mármol.
La mujer joven se ha quedado allí, perpleja, con sus poemas y su DNI y
sus copias de la primera y segunda página más el cambio de domicilio sobre el
mostrador. Tiene en una mano la birome, ociosa aún. Espera cinco, diez minutos.
Trata de mantenerse calma, ya va a venir, piensa, los empleados públicos son
así, van y vienen todo el tiempo. Pero este empleado no vuelve, y ya han pasado
veinte minutos, y no hay nadie más a quien recurrir en esta oficina tan
silenciosa y pálida que más que oficina parece una tumba. Y entonces recoge sus
cosas, con indignación seguramente, y cansancio. Al salir huele otra vez ese
olor persistente que ahora se le aparece como de cable quemado, y al cerrar
detrás de sí la puerta, ve por un costado del ojo un chispazo. El tablero, se
oye decir (o pensar), y enseguida empieza a correr hacia la parada del
colectivo. Cruzando por San José viene un 39 y no quiere perderlo. Se ve que la
huelga de transporte se ha levantado.
Al día
siguiente, un miércoles 7 de agosto común y corriente, la mujer joven decidió
dejar las poesías en el cajón de su mesa de luz para empezar a escribir un
cuento. Mientras desayuna, piensa una historia, o dos. Entre tanto, la radio cuenta
la de un incendio en una repartición pública sobre la calle Moreno, casi
esquina San José. Las llamas, voraces, no tardaron mucho en tragarse los
cientos y cientos de papeles allí guardados. Los bomberos suponen que no habrá
que lamentar víctimas, aunque el vigilante del turno noche declaró que cree
haber visto entrar a un empleado.
Hasta el momento, al parecer nadie lo vio salir.