Había una vez unos pastores
evangélicos que se llamaban Hansel y Gretel. Habían venido de Austria en los
años sesenta en un barco de bandera rusa. Vivieron unos años en San Pedro hasta
que la indolencia de la llanura los hartó. Entonces, se fueron para las sierras
cordobesas. Así empieza a contar este cuento mi abuelo, y mi olfato enseguida
me dice que desconfíe de datos y nombres, sobre todo de los de estos
personajes, tan evidentes, pero es una fija, siempre termino creyéndole. La
cuestión es que Hansel era un rubio que tenía una de esas caras que por más que
envejezcan, parecen de niño: los pómulos redondos, rosados, la nariz respingada
por demás, y cejas bien pobladas pero tan rubias que casi no se le veían.
Gretel era más blanca que la porcelana, aunque lo compensaba con el negro azulado
del pelo, al que domesticaba con hebillas de todo tipo. No habían tenido hijos
y probablemente ya no los tendrían porque a ella se le había pasado el tiempo.
Las malas lenguas de Villa Ciudad América, un pueblo chico y un infierno grande
de Calamuchita, decían que de tanto rezar, Hansel y Gretel se habían olvidado
de dedicarse a otras actividades un poco menos celestiales pero más
productivas.
Sucedió
un día que Hansel y Gretel decidieron subir por los caminos serpenteantes a la
parte más alta de los cerros, donde ya casi no crecen los pinos, pero sí queda
algún que otro tabaquillo. Era sábado por la mañana de un verano abrasador. El
abuelo dice que había sido el verano más caluroso del siglo. Creo que exagera
un poco, pero qué sería de una buena historia si no tuviera sus licencias. Hansel
y Gretel soportaban estoicos sus rigurosos atuendos: él con pantalón de vestir y
camisa de mangas largas y corbata, y ella con pollera de lino hasta los tobillos
y camisa blanca con el canesú bordado.
Caminaron
juntos ora cantando, ora rezando hasta que llegaron a una bifurcación del
camino que no recordaban haber visto antes. Aunque la curiosidad era un pecado,
porque sólo a Dios le está permitido meterse donde no lo llaman, decidieron que
era uno de los menores y que tenía la cualidad de perdonable. Entonces, giraron
a la izquierda y siguieron caminando por lo que era ahora un sendero, porque ya
no podía llamarse camino a una vía tan angosta. Caminaron entre arbustos, piedras
perdidas de alguna pirca centenaria y manchones rojos y fucsias de verbenas.
Vieron pasar una chuña, al rato la otra, y una culebra inofensiva se arrastró
delante de sus zapatos. Cada tanto alzaban la cabeza para admirar el vuelo
amenazante de los jotes.
Los
cantos y los rezos eran ahora menos enérgicos porque la curiosidad iba
conquistando el espíritu de Hansel y Gretel. Así y todo, cada tanto se
escuchaba un “alabado sea Jehová” o “demos gracias al Señor por sus
maravillas”. Llegado este punto, sospecho que el abuelo ha tomado esas frases de
algún programa trasnochado de televisión, porque, hay que decirlo, es tan
religioso como cualquiera de sus paisanos republicanos que dejó en su Granada
natal. A pesar de mis suspicacias, el abuelo sigue contando que Hansel y Gretel
habían llegado tan lejos que hasta el mismísimo Dios podría haberse perdido en
esos parajes solitarios. De repente, en un recodo del camino y pasando una fina
vertiente de agua, vieron una casa rodeada por muchas plantas y árboles. Era un
manchón verde en el medio de los marrones de la sierra. El ánimo de los
dos cobró nuevos bríos y apuraron el paso. Ya más cerca, notaron que de la casa
salía una música alegre, con un ritmo étnico, dice el abuelo y se ríe un poco
mientras aclara que Hansel y Gretel habían acostumbrado sus oídos nada más que
a himnos y salmos. La casa les resultó extraña para lo que se veía por esos
lugares, pero les gustó. Tenía ventanas grandes con vidrio repartido, que en
algunas partes era de colores. Unos jazmines se mezclaban con una Santa Rita y trepaban
por la columna de la entrada abrazándola. Hansel y Gretel sintieron un olor
dulzón, que les despertó los sentidos, y pensaron que probablemente eran
jazmines traídos de otras tierras. Los que ellos tenían en su jardín no
soltaban tanto aroma.
Golpearon
las palmas de las manos, como se suele hacer en el campo, y esperaron. Nadie
salió. Insistieron. La música dejó de sonar de golpe y escucharon a lo lejos un
maullido. Al rato se dieron cuenta de que había una campana pequeña camuflada
por la Santa Rita
y la hicieron repicar con fuerza. Hansel y Gretel no eran de desanimarse
fácilmente. Esperaron unos minutos más, confiados en que Dios siempre tiene una
razón para todo, incluso para dejarlos esperando ahí parados como dos zonzos. Ojo
que de zonzos no tenían ni un pelito, dice el abuelo y me guiña un ojo. Lo que
sí tenían era fe, y la fe les fue recompensada: por un costado de la casa, y
entre macetas con dalias y agapantos, apareció una viejita. Venía caminando
contenta y sonriendo por lo bajo, como quien vive feliz pero sin hacer
demasiado alarde.
La
viejita los invitó a entrar apenas Hansel y Gretel se presentaron. Tanta
hospitalidad los sorprendió, porque sabían por experiencia propia que el
habitante de las sierras puede ser hospitalario, pero ante todo es desconfiado.
Más desconfiado que manchego en barco, exagera el abuelo y aprovecha para hacer
uno de sus clásicos chistes andaluces. Por supuesto que no quisieron pasar por
maleducados, así que no mostraron sorpresa sino agradecimiento y siguieron a la
viejita, que dio media vuelta y empezó a desandar el sendero del costado de la casa. En pocos pasos se
encontraron en lo que les pareció una gloria terrenal. En la parte de atrás de
la casa, había un patio cubierto por una parra que además de uvas dulces, daba
oscuridad y frescura. Debajo había una mesita redonda con cuatro sillas de
hierro más viejas que la viejita misma. A los costados se repetían las dalias y
los agapantos, y más allá aparecía un racimo de helechos. Otro poco más allá y
hasta donde daba la vista, se extendía un manto verde de una planta frágil pero
graciosa, que estaba a resguardo del sol gracias a unos sauces. A la izquierda
se veía un arroyo con aguas que se crispaban al bajar y chocar con las piedras.
De
adentro de la casa se escuchó un silbido y la viejita les pidió disculpas y se
metió adentro apurada. A los pocos minutos reapareció con una tetera y tres
tazas. Invitó a Hansel y Gretel a sentarse y les sirvió un té humeante de un
verde bien clarito. Ellos quisieron empezar con su tarea evangelizadora, pero
no pudieron. Sorbían el té de a poco, se notaba que lo disfrutaban, como cuando
tú eras pequeño, me dice el abuelo, y te comías de a cucharaditas un tazón
lleno de arroz con leche. Con cada sorbo, Hansel y Gretel intuían un placer que
podía llegar a ser pecaminoso, pero el sabor, el aroma y todo el lugar fueron
como una escoba que barrió la culpa.
Estaban
metidos en los placeres de la degustación y la contemplación cuando la viejita
sacó del bolsillo de su batón floreado un cigarrillo finito y un poco torcido,
evidentemente armado a mano. Hansel y Gretel abrieron los ojos ante la novedad
y se quedaron expectantes, porque a esta altura la culpa había sido barrida por
completo. La viejita lo encendió, dio un par de pitadas profundas y se lo pasó
a Gretel, quien lo aceptó sin una pizca de duda. Dio una pitada, tosió bastante
y con una solemnidad relajada lo convidó a su marido. Estuvieron así, en ronda
de fumata, un buen rato. Ninguno de los tres hablaba porque las palabras
sobraban. Bastaba con escuchar el gorgoteo del arroyo a la distancia, el
repiquetear de algún pájaro carpintero, las suaves inhalaciones y exhalaciones
de humo.
Cuando
terminaron el novedoso cigarrillo, Hansel y Gretel sonrieron satisfechos, le
dieron las gracias a la viejita y se fueron. Volvieron caminando a Villa Ciudad
América, esta vez en absoluto silencio.
Allí, cuenta
mi abuelo, fue donde nació el primer hijo de esta singular pareja nueve meses
después del encuentro con la
viejita. Cuando el crío apenas había cumplido el año, nació
el segundo. Y así cada año fue llegando un nuevo hijo, hasta el séptimo. Tres
de ellos se parecen a Hansel, tres a Gretel y el último a ninguno de los dos.
Las malas
lenguas, que siempre encuentran un motivo para no descansar, aseguran que se
parece al curita recién llegado al pueblo, pero mi abuelo dice qué más da, si
al fin y al cabo somos todos hijos de Dios.