miércoles, 28 de agosto de 2013

Media Verónica



Anoche sucedió lo que hace un tiempo: traspasé el espejo y no sabía dónde estaba. Me encontré con algunas amigas de la infancia, entre ellas María, la otra de rulos del curso. Venía de correr sus interminables maratones. También estaba Marisol, de regreso de la Isla de Pascua, con un moái solemne a pesar de ser una miniatura comprada en algún negocio para turistas.
     En eso la veo a Verónica mirándome desde un rincón del living. Sin decirnos nada, fuimos a la cocina, que era hermosa, amplísima. Toda la casa era linda aunque había en ella un eco gótico que me inquietaba: techos altos, paredes de piedra (muros indestructibles), una gárgola escondida al lado de la entrada. Pero la atmósfera era luminosa porque no había cortinas en las grandes ventanas. Daban a un patio de piso de piedra gris rojiza, como de un ánfora mesopotámica. Puestos caprichosamente había canteros con pinos enanos y naranjos.
     En la cocina la madera de los muebles decía que allí se había trabajado mucho. Había en la mesa cicatrices de laboriosos cuchillos (algunas tenían un poco de harina) y pequeñas manchas oscuras de aceite o de grasa. Los estantes estaban vacíos, pero pude oler lo que en algún tiempo, en alguna dimensión (cuáles me pregunté) había descansado en ellos a la espera de la mano del cocinero: sabrosos quesos, romero y salvia, té de la China, granos de pimienta de varios colores, un jamón, café sin azúcar.
     Verónica se sentó cerca de una de las ventanas altas y flacas, como ella, que daban al este. Adivinando mi intriga, se sonrió: No te creas que me quedo por mucho tiempo. Yo no podía hablarle. O más bien, le hablaba sin palabras. Y siguió: No te preocupes, está todo bien. Nos miramos un segundo. Me di cuenta de que ahora tenía las trenzas hechas, las dos trencitas que a veces usaba cuando tenía el pelo sucio o no había ido a la peluquería y quería ocultar las mechas desprolijas. Y entonces se fue. Se fue tan de repente como había llegado, tan sigilosa como mi gato siamés. Y yo me quedé anhelando, pensando que cuando llegue mi momento, cuando me toque atravesar el espejo verdadero, el que está entre el aquí y el allá, entre el ahora y el tiempo sin tiempo, entonces sí vamos a encontrarnos y yo le voy a contar mil cosas y ella se va a reír como se reía siempre, con esa carcajada sonora, clara, luminosa como la casa.

Cuando me desperté, sonaba en la radio una música sin nombre, esa que ponen las emisoras durante la madrugada. La radio cantó sus notas por unos minutos y luego se apagó, así sin más, tal como se había encendido. Lloré un rato largo, como una niña que ve en su jardín un pájaro extraño, hermoso, lleno de colores y lo quiere atrapar y no puede. Lloré y después volví a dormirme, esta vez sin atravesar ningún espejo.

viernes, 23 de agosto de 2013

Revelación



Había una vez unos pastores evangélicos que se llamaban Hansel y Gretel. Habían venido de Austria en los años sesenta en un barco de bandera rusa. Vivieron unos años en San Pedro hasta que la indolencia de la llanura los hartó. Entonces, se fueron para las sierras cordobesas. Así empieza a contar este cuento mi abuelo, y mi olfato enseguida me dice que desconfíe de datos y nombres, sobre todo de los de estos personajes, tan evidentes, pero es una fija, siempre termino creyéndole. La cuestión es que Hansel era un rubio que tenía una de esas caras que por más que envejezcan, parecen de niño: los pómulos redondos, rosados, la nariz respingada por demás, y cejas bien pobladas pero tan rubias que casi no se le veían. Gretel era más blanca que la porcelana, aunque lo compensaba con el negro azulado del pelo, al que domesticaba con hebillas de todo tipo. No habían tenido hijos y probablemente ya no los tendrían porque a ella se le había pasado el tiempo. Las malas lenguas de Villa Ciudad América, un pueblo chico y un infierno grande de Calamuchita, decían que de tanto rezar, Hansel y Gretel se habían olvidado de dedicarse a otras actividades un poco menos celestiales pero más productivas.
            Sucedió un día que Hansel y Gretel decidieron subir por los caminos serpenteantes a la parte más alta de los cerros, donde ya casi no crecen los pinos, pero sí queda algún que otro tabaquillo. Era sábado por la mañana de un verano abrasador. El abuelo dice que había sido el verano más caluroso del siglo. Creo que exagera un poco, pero qué sería de una buena historia si no tuviera sus licencias. Hansel y Gretel soportaban estoicos sus rigurosos atuendos: él con pantalón de vestir y camisa de mangas largas y corbata, y ella con pollera de lino hasta los tobillos y camisa blanca con el canesú bordado.
            Caminaron juntos ora cantando, ora rezando hasta que llegaron a una bifurcación del camino que no recordaban haber visto antes. Aunque la curiosidad era un pecado, porque sólo a Dios le está permitido meterse donde no lo llaman, decidieron que era uno de los menores y que tenía la cualidad de perdonable. Entonces, giraron a la izquierda y siguieron caminando por lo que era ahora un sendero, porque ya no podía llamarse camino a una vía tan angosta. Caminaron entre arbustos, piedras perdidas de alguna pirca centenaria y manchones rojos y fucsias de verbenas. Vieron pasar una chuña, al rato la otra, y una culebra inofensiva se arrastró delante de sus zapatos. Cada tanto alzaban la cabeza para admirar el vuelo amenazante de los jotes.         
            Los cantos y los rezos eran ahora menos enérgicos porque la curiosidad iba conquistando el espíritu de Hansel y Gretel. Así y todo, cada tanto se escuchaba un “alabado sea Jehová” o “demos gracias al Señor por sus maravillas”. Llegado este punto, sospecho que el abuelo ha tomado esas frases de algún programa trasnochado de televisión, porque, hay que decirlo, es tan religioso como cualquiera de sus paisanos republicanos que dejó en su Granada natal. A pesar de mis suspicacias, el abuelo sigue contando que Hansel y Gretel habían llegado tan lejos que hasta el mismísimo Dios podría haberse perdido en esos parajes solitarios. De repente, en un recodo del camino y pasando una fina vertiente de agua, vieron una casa rodeada por muchas plantas y árboles. Era un manchón verde en el medio de los marrones de la sierra. El ánimo de los dos cobró nuevos bríos y apuraron el paso. Ya más cerca, notaron que de la casa salía una música alegre, con un ritmo étnico, dice el abuelo y se ríe un poco mientras aclara que Hansel y Gretel habían acostumbrado sus oídos nada más que a himnos y salmos. La casa les resultó extraña para lo que se veía por esos lugares, pero les gustó. Tenía ventanas grandes con vidrio repartido, que en algunas partes era de colores. Unos jazmines se mezclaban con una Santa Rita y trepaban por la columna de la entrada abrazándola. Hansel y Gretel sintieron un olor dulzón, que les despertó los sentidos, y pensaron que probablemente eran jazmines traídos de otras tierras. Los que ellos tenían en su jardín no soltaban tanto aroma.
            Golpearon las palmas de las manos, como se suele hacer en el campo, y esperaron. Nadie salió. Insistieron. La música dejó de sonar de golpe y escucharon a lo lejos un maullido. Al rato se dieron cuenta de que había una campana pequeña camuflada por la Santa Rita y la hicieron repicar con fuerza. Hansel y Gretel no eran de desanimarse fácilmente. Esperaron unos minutos más, confiados en que Dios siempre tiene una razón para todo, incluso para dejarlos esperando ahí parados como dos zonzos. Ojo que de zonzos no tenían ni un pelito, dice el abuelo y me guiña un ojo. Lo que sí tenían era fe, y la fe les fue recompensada: por un costado de la casa, y entre macetas con dalias y agapantos, apareció una viejita. Venía caminando contenta y sonriendo por lo bajo, como quien vive feliz pero sin hacer demasiado alarde.
            La viejita los invitó a entrar apenas Hansel y Gretel se presentaron. Tanta hospitalidad los sorprendió, porque sabían por experiencia propia que el habitante de las sierras puede ser hospitalario, pero ante todo es desconfiado. Más desconfiado que manchego en barco, exagera el abuelo y aprovecha para hacer uno de sus clásicos chistes andaluces. Por supuesto que no quisieron pasar por maleducados, así que no mostraron sorpresa sino agradecimiento y siguieron a la viejita, que dio media vuelta y empezó a desandar el sendero del costado de la casa. En pocos pasos se encontraron en lo que les pareció una gloria terrenal. En la parte de atrás de la casa, había un patio cubierto por una parra que además de uvas dulces, daba oscuridad y frescura. Debajo había una mesita redonda con cuatro sillas de hierro más viejas que la viejita misma. A los costados se repetían las dalias y los agapantos, y más allá aparecía un racimo de helechos. Otro poco más allá y hasta donde daba la vista, se extendía un manto verde de una planta frágil pero graciosa, que estaba a resguardo del sol gracias a unos sauces. A la izquierda se veía un arroyo con aguas que se crispaban al bajar y chocar con las piedras.
            De adentro de la casa se escuchó un silbido y la viejita les pidió disculpas y se metió adentro apurada. A los pocos minutos reapareció con una tetera y tres tazas. Invitó a Hansel y Gretel a sentarse y les sirvió un té humeante de un verde bien clarito. Ellos quisieron empezar con su tarea evangelizadora, pero no pudieron. Sorbían el té de a poco, se notaba que lo disfrutaban, como cuando tú eras pequeño, me dice el abuelo, y te comías de a cucharaditas un tazón lleno de arroz con leche. Con cada sorbo, Hansel y Gretel intuían un placer que podía llegar a ser pecaminoso, pero el sabor, el aroma y todo el lugar fueron como una escoba que barrió la culpa.
            Estaban metidos en los placeres de la degustación y la contemplación cuando la viejita sacó del bolsillo de su batón floreado un cigarrillo finito y un poco torcido, evidentemente armado a mano. Hansel y Gretel abrieron los ojos ante la novedad y se quedaron expectantes, porque a esta altura la culpa había sido barrida por completo. La viejita lo encendió, dio un par de pitadas profundas y se lo pasó a Gretel, quien lo aceptó sin una pizca de duda. Dio una pitada, tosió bastante y con una solemnidad relajada lo convidó a su marido. Estuvieron así, en ronda de fumata, un buen rato. Ninguno de los tres hablaba porque las palabras sobraban. Bastaba con escuchar el gorgoteo del arroyo a la distancia, el repiquetear de algún pájaro carpintero, las suaves inhalaciones y exhalaciones de humo.
            Cuando terminaron el novedoso cigarrillo, Hansel y Gretel sonrieron satisfechos, le dieron las gracias a la viejita y se fueron. Volvieron caminando a Villa Ciudad América, esta vez en absoluto silencio.
Allí, cuenta mi abuelo, fue donde nació el primer hijo de esta singular pareja nueve meses después del encuentro con la viejita. Cuando el crío apenas había cumplido el año, nació el segundo. Y así cada año fue llegando un nuevo hijo, hasta el séptimo. Tres de ellos se parecen a Hansel, tres a Gretel y el último a ninguno de los dos.
Las malas lenguas, que siempre encuentran un motivo para no descansar, aseguran que se parece al curita recién llegado al pueblo, pero mi abuelo dice qué más da, si al fin y al cabo somos todos hijos de Dios.


jueves, 22 de agosto de 2013

Piedras



De cada lugar, una piedra. Para Nenina era casi una consigna. Le pesaban en el bolso o en la valija, pero no importaba. Después las acomodaba en la biblioteca, o en el cuenco de barro del Perú o sobre el escritorio. Piedras perfectas y redondas, chatas como una moneda, gastadas y grises, blancas impolutas o brillantes de mica.
Ya quedan pocos lugares en la casa sin piedras. Fueron desplazando a las plantas, que sin Quique pasaron a conformar un paisaje ocre y mustio. Las piedras empezaron a acumularse en los rincones, en las alacenas, en las mesas de luz. A veces a Nenina le parecía que de algunas brotaban otras. Algunos días esa reproducción mineral la hacía sentir un  poco agitada, con un desasosiego que se le metía en el pecho, pero otros le daba una felicidad de niña que le duraba hasta que se dormía.
Pero una noche soñó que a las piedras les salían patas, patas como de araña enojada. Las piedras arácnidas trepaban por las paredes, salían de los placares y se colgaban de las lámparas formando caireles funerarios. Otras se escondían en los bolsillos de la ropa o cubrían los espejos con sus cuerpos ancestrales.
Ulises de pronto maulló y Nenina supo que era una pesadilla. Quiso sacársela de encima y abrir los ojos pero no pudo. Quiso gritar y se sintió ahogada. Las arañas pétreas habían sellado con sus redes minerales los párpados y la boca de Nenina.
La casa era ahora toda de ellas. 

(Nota de la autora: Este relato corto apareció primero en Cuatro tramas - Orientación para leer, escribir, traducir y revisar, libro que publicamos en el 2009 con Paula Grosman y del que ya casi no quedan ejemplares. Un éxito, quizá pequeño comparado con las tiradas de las grandes editoriales, ¡pero un éxito al fin!)

sábado, 17 de agosto de 2013

Canción para Betania



Por el cerro trepan
los colores
de una canción de cuna
Rojo verde azul
amarillo

Y el ulular del viento bueno
que del este viene
Y las cuerdas de las chicharras
que sus chismes cuentan
Y los olivos viejos
que con el sol conversan
Y más allá tres piedras
que se desmadran
Y un pechogris
que aletea y se cae
y vuelve a aletear

Rojo verde azul
amarillo
Por el cerro trepan
los colores
de una canción de cuna

Y del cerro bajan
los sueños
que la niñita
ha de soñar

jueves, 15 de agosto de 2013

La mosca



La mosca todo lo sabe y lo ve. Sobrevuela las mesas que dan a Bulnes y se percata de una leve tensión en la pareja de la seis. Él habla y habla mientras ella escucha con los labios apretados. La mosca se posa expectante en el ángulo derecho de un sobrecito de azúcar (los de edulcorante son flacuchos, insulsos). Siente que el corazón se le acelera cuando la chica, la de la seis, está por hablar, casi por estallar. Pero no, ella sigue apretándose el labio inferior, y ahora también aprieta las manos debajo de la mesa.
            La mosca se impacienta. Vuela a otra mesa. La nueve. Dos hombres de cuarenta y tantos hablan de negocios. La conversación discurre acerca de cómo evadir impuestos de la manera más eficiente, que es lo mismo que hablar de negocios. Qué aburrimiento.
            En la once se sentaron dos amigas. La mosca sabe que son amigas porque se hablan con cariño, una le toma la mano a la otra. Le da ánimo. La mosca siente un aleteo de empatía. La amiga que se ve más segura, más confiada, bebe el último sorbo de café. Con delicadeza, toma una servilleta de papel, la extiende y coloca una a una las masitas que había traído el mozo. Hace un paquetito y lo guarda en la cartera. La mosca siente empatía una vez más.
            De un rincón le llega a la mosca cierto barullo, como de cotorras trastornadas. La mosca detesta a las cotorras. Pero no puede resistir la tentación de saber. Vuela de un zumbido seco hasta la trece. Se para sobre el plafón de la lámpara que ilumina las cabezas grises de cuatro octogenarias. Todavía no han vivido tanto como yo, piensa la mosca. Una, la del collar de perlas, está muy agitada. Qué vergüenza, qué se piensan, yo no vengo más. Otra, la del broche de oro en la solapa de su abrigo, está escandalizada. Yo me voy ya mismo, y pronuncia las ye con fuerza porteña. La tercera revisa una vez más la cuenta. Acá nos están robando. La cuarta, quizá avergonzada, quizá amedrentada por la vehemencia de sus amigas, hace que busca algo en la cartera. La mosca percibe la ola de calor que se desató en la cara de la vieja. La otras tres compiten a ver quién tiene la lengua más filosa. Este mozo se cree que ya es Navidad y que nosotras somos Papá Noel. Prefiero tirar dos pesos a la basura antes que regalárselos a estos sinvergüenzas. Hay que denunciarlos por abuso al cliente.
            La mosca sigue la escena atenta. Se acerca el mozo. Hace veinte años que trabaja ahí y conoce a los bueyes con los que ara. Calma, señoras, acá nadie quiere robarles nada. Esos dos pesos no están de más, son por la manteca y la mermelada que pidieron. Lejos de apaciguar a las fieras, el mozo siente que está por perder la batalla. Pues bien, nosotras no se lo vamos a pagar. Así que cóbrenos todo menos dos pesos.
            La mosca se decide. Vuela como un rayo nocturno, como un cóndor andino, como un dardo en un bar inglés, hasta la cocina. Pasa por encima del cocinero, la mesada repleta de ollas, vuela más allá de las heladeras y las estanterías, y llega hasta las bolsas negras, la síntesis de lo perfecto. Se sumerge en la más grande, la que está a punto de reventar, y se revuelca en la podredumbre. Identifica uno a uno los fétidos aromas y sabores. Se regodea en ellos para luego, casi en trance, salir volando. Pasa nuevamente por las heladeras, la mesada y el cocinero, esquiva las puertas batientes y llega casi sin aliento a la mesa de las viejas.
            Todavía no terminaron el té. Con elegancia ancestral, pasa de una taza a la otra. Una, dos, tres. En cada parada sacude suavemente las alas y estira las patas. Partículas minúsculas e invisibles caen en los tés casi fríos. Decide no detenerse en la cuarta taza.
            Esa noche, en algún lugar de la ciudad, tres viejas solas, cada una con su cruel soledad, se doblan de dolor en los baños de sus casas. Sudan y deliran afiebradas hasta el amanecer. Escherichia coli, diagnostican los médicos.
           
Mientras mira la novela de la diez, la cuarta vieja mordisquea de a poco tres bombones de chocolate. En una de las tandas publicitarias, se levanta para prepararse un té. Cuando va llenando la taza, recuerda el episodio en la cafetería. Podría jurar que hoy una mosca me guiñó un ojo, se dice, y divertida por su propia ocurrencia, suelta una sonora carcajada.

martes, 13 de agosto de 2013

Trinchera



Luces estentóreas los ciegan fugazmente. El barro brilla y huele a tumba. La noche tapiada los abraza. El aliento nace quebrado por un frío azul. Ramón les lee en un susurro la última carta. Ahora sí logran acorralar al miedo y se duermen pensando verbos. Después de todo, ¿qué más queda en esta hora trémula que las palabras?

lunes, 12 de agosto de 2013

Es tan raro febrero



Por las noches de carnaval, las plazas se van de fiesta. Para que el placero no se entere, han imaginado algunos trucos: dejar las luces encendidas, contratar a un dúo de grillos imitadores del criqueo de las hamacas, echar agua debajo de cinco baldosas por si acaso llueve.
Nunca nadie se ha percatado de todo esto, salvo yo: anoche vi a una plazoleta meneando sus toboganes al compás de la murga callejera.
 *

En el supermercado chino de la esquina de mi casa venden todo lo necesario para una vida cómoda y feliz: sal de tiempo (pasado, presente o futuro, el cliente elige), un jade libertario con costumbres revoltosas, trémulas de pie para alumbrar hasta los rincones más oscuros, julianas refrescantes (las preferidas de la abuela Rosa), un colmillo turco traído directamente de boca en boca de la India, alciras de menta que ahuyentan el mal de ojo, servilios con esencia de jacarandá, además de tablas de multiplicar panes y peces, claro.
Pero lo más importante es que cuando me pongo triste, voy y encuentro el cordal más dulce que se haya probado jamás, y ese, ese sí que es el mejor remedio para el mal de canopia.
 
 *

Paseo canarios, cotorras y calandrias. Horneros no –decía el cartel– porque son demasiado caseros y les viene el mal de altura cuando dejan su nido, aunque más no sea por un rato.
 
*

Ayer en asamblea particular y extraordinaria, los vecinos de la cuadra decidieron por unanimidad roncar a la misma hora: de dos y veinte a cuatro y diez de la mañana. Yo, que nunca aprendí a roncar por culpa de un fiel insomnio, duermo ahora pacíficamente arrullada por un coro de narizcornetas y gargantatrombones.
Aunque a veces, cuando sopla viento norte, me parece escuchar a Don Laurencio, que por ser medio sordo, desafina más que chicharra con gripe.

sábado, 10 de agosto de 2013

Una pregunta



A Marcos, porque inspiró este relato y también ayudó a escribirlo

Estoy un poco confundido últimamente. La otra noche antes de irme a dormir, le dije a mi mamá charlemos un rato mami, aunque a mí no me gusta mucho charlar, las nenas charlan, a ellas la seño les dice basta chicas cierren el pico que parecen cotorras y a mí la única que me parece una cotorra es Teresita porque tiene la nariz un poco grande más bien como de loro, sí, como la de esos loros que vi en el parque de las aves en las cataratas cuando mi mamá se ganó una rifa o un premio porque escribió algo, un cuento o una poesía, no sé bien qué escribió, mi mamá siempre anda con un lápiz viejo chiquitiiito y una libreta con unas flores en la tapa y estamos en el doctor y zas, ella saca su lápiz y su libretita y se pone a escribir, o está durmiendo y parece que de repente su cerebro se despierta y entonces saca otra vez la libretita y el lápiz, que claro sin lápiz no va a poder escribir mucho la pobre, y entonces anota algo y parece como si alguien, una seño por ejemplo, le estuviera haciendo un dictado, y yo todo esto lo sé porque lo sé, no porque la haya estado espiando.

     Como decía, estaba yo listo para irme a dormir pero le pedí a mi mamá que se quedara un rato para charlar, pero la verdad, la verdad yo quería que ella se quedara para hacerme mimos en la cabeza con esos dedos largos y finitos que tiene, tan lindos, como de pianista dice mi abuela, lástima que tu madre nació con un toscano en el oído, y yo todavía no sé bien qué es un toscano y no me animo a preguntar a ver si mi mamá se ofende porque en la escuela nos enseñaron que hay personas con necesidades espaciales y a mí no me cierra mucho lo del toscano y lo de espaciales, por eso mejor no pregunto.

     Y esa noche cuando yo quería que mi mamá se quedara un ratito más conmigo, le pregunté mamá, cuando vos te mueras voy a tener que seguir portándome bien, y ella me miró con esos ojos tan lindos que tiene y que se parecen a los caramelos de miel que guarda en el tarro con orejitas de conejo que le hice yo en la clase de plástica y que a mí me gusta mucho aunque mi hermano mayor se burla y me dice que más que conejo parece eté y ayer lo busqué en internet y eté se escribe en realidad ET y quiere decir extraterrestre, y entonces pienso que en vez de mi mamá a lo mejor soy yo el que tiene algo de espacial.

     Bueno, como decía, le pregunté a mi mamá si cuando ella se muriera, o se fuera al cielo con Dios y Jesús y la Virgen como nos enseñó Dorita la catequista, o se fuera a la quinta del Ñato como dice mi abuelo, y a mí me parece que la quinta de este tal Ñato debe ser más divertida porque mi amigo Eze tiene una quinta y en verano vamos todos los amigos del cole y nos tiramos de bomba a la pileta y después salimos con los dedos arrugados como si fuéramos viejitos pero por suerte todavía somos chicos aunque a veces creo que no tanto porque mi hermano mayor el fin de semana me dejó escuchar una canción de los Rolin y a mí no me gustó mucho y no entendí nada, era todo un barullo, pero ojo tampoco soy tan nenito como para seguir dale que dale con Manuelita y su bendito Peguajó que ya me tiene harto y me dan ganas de decirle ma sí por qué no te quedaste en Europa y dejás de romper bien los quinotos, pero eso sólo lo pienso que si llego a decirlo en voz alta mi abuela me da un coscorrón y después me deja sin Nescuic y me enchufa ese mate cocido asqueroso que tiene gusto a pasto viejo porque mi abuela es de pocas pulgas, es decir que se enoja sencillamente y que si le hubiera hecho la pregunta a ella seguro me habría dicho nene callate y dormite de una vez.

     Y entonces cuando le pregunté a mi mamá, ma, cuando vos te mueras voy a tener que seguir portándome bien, ella me miró y se rió y me dijo ay hijito te quiero tanto tanto y me hizo mimos en la cabeza y se acomodó los rulos como para peinárselos un poco pero mucho resultado no le dio porque siempre los tiene despeinados, la peluquera de la esquina le dice que son rebeldes, es decir revolucionarios, que eso me lo explicó mi hermano cuando estudiamos el 25 de mayo, y a mí en el fondo me gusta que mi mamá sea revolucionaria aunque acá ya no haya un virrey sino una presidenta que a lo mejor es medio prima de los virreyes porque Corina dice que la presidenta se cree una reina, pero yo creo que Corina lo dice solamente porque le tiene envidia y porque es tan mandona que le gustaría a ella ser la presidenta y dar órdenes todo el tiempo, que prendeme la tele que quiero ver el noticiero, que llamame al presidente de los Estados Unidos porque es su cumpleaños, que cállense todos que no puedo concentrarme y tengo que estudiar un discurso.

     Y entonces mi mamá se rió de nuevo y me dijo dale correte un poquito, haceme un lugar, y se acurrucó al lado mío y a los cinco minutos se quedó dormida y yo pensé que mi mamá ya no parecía una mamá sino más bien una muñeca como las de mi mejor amiga Juana, o quizás una niña pequeña y despeinada y pensé qué suerte que tenía yo que podía cuidarla mucho y a lo mejor también, sin despertarla, hacerle unos mimos en esa cabeza que mi mamá tiene toda llena de rulos revolucionarios.
 

martes, 6 de agosto de 2013

Little Italy


En una mesa redonda, diminuta, con tapa de mármol rosado, tomamos café. Al mío le pongo canela y un perfecto terrón de azúcar. Miro hacia la calle, tan mundana, tan atrevida con sus verderrojos. Banderas, banderines, lucecitas anticuadas como de carnaval permanente. Enfrente venden sombreros. Me compré uno de fieltro de lana gris. En otro negocio de objetos estrafalarios, casi antojadizos, conseguimos un par de estrellas de mar que alguna vez habitaron el Atlántico. Son tan simétricas, tan hermosas que mi conciencia ecológica se quedó sin argumentos.


       El sol se cae en el horizonte (como decía en un cuento María Elena). Acá el horizonte es un subibaja de edificios de ladrillos añosos y torres modernas de acero y cristal. Caminamos un rato largo, sintiendo el frío de este otoño del hemisferio norte. Entramos en una pequeña trattoria decorada con guirnaldas, fotos en sepia y camisetas de la Juventus (el club de la Nonna, pienso). Pedimos el plato del día, la mejor polenta rellena sobre la Tierra. Nos divertimos con los mozos, que tratan de adivinar nuestro acento y concluyen que somos españoles. Les seguimos la corriente y les decimos que sí, que viva España, hombre, pero al rato se nos escapa un “che” delator y nuestra actuación fracasa de repente. Nos reímos una vez más con ellos.


     Ya es de noche, aunque en esta ciudad hay tantas luces, gentes, autos, que la noche nunca es noche. Volvemos al hotel en Washington Square. Somos tan felices como un niño en el día de Reyes. O quizá más.

Aquí están, estos son

Revisando los textos que me gustaría mostrar, publicar en esta especie de Alejandría cibernética, tan posmoderna, tan global, se me acelera el corazón. ¿Es que acaso ellos, mis queridos textos, podrán existir fuera del nido? ¿No los destrozará algún lector avezado, tal vez un poco cínico? ¿Qué harán pobrecitos a la intemperie, sobre estas páginas que, con apenas un poco de esfuerzo, me creo que son de papel? ¿Llegarán a alguna parte? ¿Los cobijarán lectores amables o conocerán el frío en el agosto de la ciudad?

Por suerte, enseguida me calmo porque por debajo de la puerta se cuelan otras preguntas menos desconfiadas. Y con ellas, el coraje para darles un empujoncito a estos textos-hijos y decirles: Vamos, vamos, que acá la casa quedó chica, y lo mejor está por venir. Ellos me miran inocentes, pero como los eduqué bien, obedecen sin chistar y salen a la vereda, y después a la calle, y después cruzan la plaza, y después ya no los veo más. 

A todos menos uno: cuando vuelvo a mi escritorio, me doy cuenta de que un texto breve y esmirriado (¿acaso un poema sin terminar?) se quedó quietito, haciéndose un bollo para perderse en el cesto de papeles. Hago como si no lo hubiera visto y me sonrío: siempre habrá alguno que quiera quedarse en casa al menos un rato más.