martes, 4 de octubre de 2016

Este cuento recibió el primer premio del Decimocuarto Concurso Literario Julio Cortázar, organizado por el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires:

Tenedores

Fue un otoño muy lluvioso ese de los tenedores. Después murió la mami, pero entonces ya no llovía más. A los tenedores de la casa se les había dado por desaparecer. Uno iba al cajón de los cubiertos y zas, en vez de diez tenedores, de pronto había nueve. Yo me acuerdo bien porque a mí me mandaban siempre poner la mesa. Ponga la mesa, m’hijo, me decía la mami, y yo ya estaba acomodando el hule, pero ella me lo decía igual, no fuera a ser que me olvidara.
     Cuando empezaron a faltar a lo grande, el papi nos mandó a mí y a mis hermanos menores buscar por toda la casa. Hasta tuve que revisarle la cucha al Coqui. Tuve el cuidado de hacerlo cuando el Coqui andaba de caza porque ese sí que era un perro malo. Pero en la cucha solamente había un par de huesos viejos, ya casi no se notaba que eran huesos, y el peluche del Damián, mi hermano más chiquito, que todavía a veces se acordaba con nostalgia de su muñeco. Y pulgas, también había pulgas, porque a la noche después no podía dormirme de cómo me picaba todo el cuerpo. Me llené de ronchas por culpa de los tenedores.
        A mis hermanos la mami les dijo que buscaran en la quinta, entre los zapallos y las cebollas. Ahí nada más encontraron lombrices y entonces se fueron al arroyo a pescar. Cuando volvieron, la mami casi más los sacude porque se habían ido sin permiso. Los sentó y les habló serio y les contó la historia de las tres hermanas que se habían ahogado todas porque primero se cayó una al agua, y entonces la otra se tiró para salvarla, pero un remolino las agarró a las dos, y entonces se tiró la tercera y última, y ahí se murieron las tres. Ahora se llama Arroyo de las Hermanas, hasta tiene un cartel. Aunque en el cartel no te cuentan la historia, pero la mami la sabe porque ella siempre sabe esas cosas.
      Al papi le tocó buscar en el galpón. Sacó todas las herramientas afuera. Bufaba un poco porque estaba enojado, yo me di cuenta. La mami le decía que seguro que él se había ido a comer guiso a escondidas a la hora de la siesta como esa vez cuando recién casados. Ella lo había pescado comiéndose el estofado de perdiz que la mami había preparado para el día siguiente que era domingo y venían los suegros, o sea mis abuelos. El domingo el papi se quedó sin perdiz, la mami le sirvió solo verdura hervida y dijo que tenía que comer bien livianito porque tenía el estómago mareado. Que se dice revuelto, la corrigió la suegra, o sea mi abuela Elena, que no la conocí porque se murió antes de que yo naciera. Le dio un ataque al corazón. Dios se apiadó de ella, decía el papi porque ya estaba esclerótica y se ponía tan mala tan mala que ni doña Carmen, la enfermera más vieja del pueblo, podía ponerle las inyecciones.
      Entonces estaba el papi buscando los tenedores entre las herramientas y las sacó al patio mientras bufaba, pero de paso las limpió, les sacó todo lo oxidado, las manchas de aceite, quedaron relucientes que eran una maravilla. Y al papi se le pasó la chinche y empezó a correrla a la mami con una pinza en la mano diciéndole que era el dentista que había venido a sacarle la muela picada. Yo me quedé mirándolos medio embobado, creo que me puse feliz.
     Ya casi no quedaban tenedores y el tiempo se había puesto fulero. La mami entonces empezó a cocinar comida para comer con las manos, torrejas, tortillas, ancas de rana, rabo de toro cortado en pedacitos chiquitos. El papi quería ir al almacén del pueblo a comprar una docena de tenedores y así listo, se terminaba esa historia de tener que buscar los tenedores, pero el camino estaba feo, mucho barro, y la chata no iba a pasar. Entonces comíamos con las manos, como en los dibujos de un libro que hay en mi escuela sobre los países del mundo y yo ahí vi que en otros países comen con la mano, o con palitos, y hasta se sientan en el piso. Pero lo de los palitos no se lo iba a contar a la mami a ver si se le ocurría que comiéramos así, que debe ser una incomodidad tremenda y a mí encima me da impresión porque me parece que se me van a clavar los palitos en la garganta y me voy a quedar mudo o gangoso como el Colo, el hijo de la modista que se quedó así por correr mientras comía un chupetín que le había regalado el pretendiente de la modista, que era viuda, claro.
     Cuando las lluvias pararon, el papi finalmente fue al pueblo, pero ahí ya no se acordaba de los tenedores porque fue a buscar a Don Eugenio, el médico. Fue en el medio de una noche cerrada, sin siquiera una estrella que lo alumbrara un poco, porque la mami no estaba bien. La encontró en camisón entre los zapallos y las cebollas y las acelgas que estaban un poco ahogadas de tanta agua, y ella lloraba y lloraba en lo oscuro y en camisón. Hacía frío y temblaba cuando el papi la entró a la casa. Le decía Lita, Lita, no hagas ruido que los chicos duermen, pero yo ya no dormía y escuché todo. Después el papi la cambió, le puso ropa seca, yo escuchaba cómo abría y cerraba cajones, me pareció escuchar ruido como de metal, qué raro pensé, la mami no tiene ni pulseras ni collares. El papi revolvía todo pero no bufaba, me parece que no estaba enojado, estaba asustado, creo. Le empezó a cantar un valsecito y le decía te acordás Lita de cuando bailábamos este, y entonces arrancaba con otro, y ahí la mami se calmó y se durmió.
     El papi vino a nuestra pieza y me despertó, yo me hacía el dormido pero estaba más despierto que lechuza de las vizcacheras, y me dijo que la cuide a la mami un rato, que no se sentía bien, que él iba a buscar a Don Eugenio. Por suerte no llueve más, me dijo y me pareció que la voz le temblaba un poco y a mí me hubiera gustado que siguiera cantando.
     El tiempo no pasaba, qué cosa que el tiempo se hace el lerdo cuando quiere y te hace poner nervioso, y casi al clarear escuché el motor de la chata, me pareció que hizo temblar a los eucaliptos del camino. Venía el papi acelerando y coleando entre el barro, la huella estaba difícil, pero el papi no era de achicarse. La mami no escuchó la chata, pero creo que entonces ya había dejado de escuchar.
     Cuando amaneció ese sol apocado que a veces aparece después de las lluvias, la mami ya se había ido. Vino el papi a nuestra pieza a decirnos. Mis hermanos estaban medio dormidos y me parece que al principio no entendieron mucho porque se metieron debajo de las cobijas y siguieron durmiendo un rato más. Yo lo abracé al papi y no quería llorar pero lloré tanto tanto que me dio hipo y el papi se agachó y me abrazó él también. Tenía olor a menta y al jabón de lavanda que usaba para lavarse la cara cuando iba al pueblo. Yo no quería soltarme pero al final tuve que dejarlo porque tenía que vestirme, eran casi las siete y en un rato iban a venir los hermanos Goenaga a preparar a la mami. 

No llovió más, vino el invierno y fue seco y áspero como lengua de sapo. Yo terminé la escuela pero por piedad me dijo la directora, porque andaba muy distraído y no me podía aprender ni la tabla del dos. Es que pensaba todo el tiempo qué podía cocinarles al papi y a mis hermanos. Seguíamos sin tenedores y entonces me las arreglé para cocinar como hacía la mami esas comidas para comer con la mano, como en otros países. El papi me decía cada vez te salen mejor y yo me ponía así de ancho que no pasaba por la puerta. Mis hermanos se reían y se rechupaban los dedos. Eso sí, el día del cumpleaños de la mami, que mayormente caía en carnaval, el papi entraba a la cocina todo acicalado y ponía la mesa. Ponía los platos de fiesta, y unas copitas chiquitas color violeta y también tenedores. Los tenedores de la mami. Aparecieron, decía, qué milagro, y los ponía uno por uno y cantaba un valsecito. Yo me hacía el distraído pero como ya sabía, preparaba unos tallarines caseros con tuco, que no hay nada más lindo que enroscar los fideos en el tenedor.

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