jueves, 24 de octubre de 2013

28 de octubre



Hoy mi calle amaneció
bajo una lluvia
de flores
de paraíso
y los autos,
adornados
como para una boda.
En los tilos
no hay ansias
de movimiento.
Sólo algún perro
con bríos
se anima a quebrar
la calma.

Ayer mi tierra
lloró las lágrimas
amargas
suaves
luminosas
de la gente
y hoy mi calle amaneció
bajo una lluvia
de flores
de paraíso.

martes, 15 de octubre de 2013

La despensita



 A Rosita y Matilde

En la despensita podía haber casi cualquier cosa. Estaba lo cotidiano, desde latas de tomate hasta barritas de azufre para el dolor de cuello, y también lo que se revelaba de vez en cuando. Las hermanas tenían prohibida la entrada, ése era territorio adulto, en especial del tío. Allí conservaba celosamente las hojas de tabaco para sus cigarrillos. Pero en ocasiones, durante las siestas, ellas robaban la llave que se guardaba adentro de una lata vieja de café La Virginia.

Durante esas excusiones furtivas descubrían los objetos y tesoros más extraños. Jamás se atrevieron a tomar alguno, ni siquiera los movían de lugar. Temían que apenas los tocaran, desaparecieran en la mediasombra de las estanterías. En una ocasión, descubrieron una máscara india que se asomaba por detrás de una horma de queso y les sonreía. Cuando quisieron acercarse, la expresión mutó al llanto. ¿Acaso también se oía un sollozo? Otra tarde encontraron una mariposa con alas de rubíes que volaba pesadamente entre los jamones que colgaban del techo. Pero lo más raro de todo sucedió el día que levantaron un caracol del piso. Se lo llevaron al oído, y en la lejanía y entre las olas bravas del mar, oyeron la sirena de un barco que venía cruzando el Atlántico.

Las hermanas siempre tomaban muchas precauciones para no ser descubiertas. Por ejemplo, se descalzaban para entrar a la cocina y a veces una se quedaba vigilando en la puerta de la despensita, mientras la otra entraba y en un susurro entrecortado por la emoción, iba relatando los hallazgos. La abuela no les preocupaba porque se había puesto sorda de tan vieja y de tanto escuchar los discos de Nino Bravo. Además, se quedaba dormida en la mecedora de la galería. Era un gato, ronroneando y roncando.

Una tarde de verano, las hermanas se descuidaron un poco porque el zumbido trastornado de las chicharras ensordecía a la casa y sus habitantes. Cuando metieron la mano en la lata de café, la llave no estaba. Se miraron perplejas y empezaron a buscar casi frenéticamente. Vaciaron un tarro de harina, revolvieron el cajón de los cubiertos, destaparon las ollas de aluminio. Hasta que a la menor se le ocurrió buscar detrás de la caja donde el tío guardaba los cigarrillos que armaba, y allí la encontraron. Dieron un salto de alegría y salieron corriendo. En el camino, les pareció ver que la abuela levantaba la cabeza y hacía un ademán con la mano, pero siguieron entusiasmadas hasta el final de la galería, para girar apenas unos pasos y llegar a la despensita.

Ni bien entraron, una corriente fría les dio piel de gallina, y a la mayor, la hizo estornudar. Se miraron extrañadas, aunque no sabían por qué. En realidad, allí estaban las dos, sintiendo, o quizás oyendo con el oído más avanzado de la intuición, que algo no estaba del todo bien. Sin darse cuenta, ambas sacudieron un poco la cabeza, como si quisieran deshacerse de esas tácitas prevenciones, y se dispusieron a examinar las estanterías. No habían terminado con el primer estante, el más alto y por eso, el que les daba dolor de cuello, cuando oyeron, ahora sí con los oídos comunes y corrientes, unos pasos pesados. Y enseguida, como viniendo desde otra dimensión, el vozarrón del tío. Por fin las agarré, mocosas. Vengan para acá que hoy no se salvan. Sin darles tiempo a nada, se sintieron arrastradas por una mano brutal, y la voz seguía diciendo: las agarré, mocosas, las agarré, yo les voy a enseñar a no meterse donde no las llaman, y ni una palabra a nadie, ni se les ocurra, y esa mano brutal dolía, pero más dolía el orgullo, y saber que el gozo de las excursiones había terminado.

La paliza las dejó atontadas. Salieron de la despensita como dos zombies (o al menos eso pensó la menor), como los zombies de las películas, porque caminaban torpemente, las piernas no querían obedecerles. Así pasaron delante de la abuela, que mientras roncaba sacudía un poco la cabeza como si dijera no, no, en algún sueño. Durante los días que siguieron ninguna habló demasiado. El ritmo de la casa era el de siempre, aunque ahora las siestas se volvieron largas y aburridas. El calor se pegaba al cuerpo como una masa viscosa y las moscas zumbaban enajenadas.

Una tarde llegó de visita la novia del tío. Era esa hora cuando la luz se está despidiendo pero a la vez pareciera que quiere quedarse. Además de una caja de masas, traía de la mano a un chico. Era tan flaco que daba pena. Llevaba puesta ropa que no parecía suya, sino más bien la de algún abuelo ya muerto y enterrado. La novia del tío lo presentó como su ahijado de bautismo, el sol que le alumbraba el alma. Todos sonrieron menos el tío y el chico. Y las hermanas hicieron como que no escuchaban y miraron para otro lado para evitar saludarlo.

Se hizo de noche y los grandes seguían todavía con su charla, tomando naranjada y comiendo masitas finas. Casi al unísono, las hermanas se disculparon y salieron a la galería. El cielo era ahora petróleo y el lucero brillaba agradecido. El chico salió detrás de ellas, en silencio.

“¿Querés que te mostremos un tesoro?”, lo invitó la menor, y apenas terminó de decirlo, sintió el codazo de su hermana en una costilla.

El chico no contestó. Se miraba los zapatos y miraba atrás, hacia donde estaban reunidos los adultos, y de vuelta a los zapatos. Eran viejos, quizás habían sido marrones, pero ahora estaban negros de tanta pomada.

“Vení, está escondido en un lugar secreto. ¿O tenés miedo?”, insistió burlona la menor.

“Mostrame”, le dijo el chico mirándola de frente por primera vez.

La mayor dio un pisotón a la tierra seca, como protestando, pero la menor la ignoró por completo. Agarró al chico de la mano y lo llevó primero desandando el camino de baldosas del frente de la casa, y luego por la galería, hasta llegar a la puerta de la despensita. Había poca luz porque la luna todavía era nueva, y unos nubarrones del color de un moretón habían cerrado de pronto el cielo llevándose al lucero.

“Dale, entrá”, lo conminó la menor. La mayor seguía en silencio, mientras se mordía las uñas.

Con un coraje súbito, el chico dio un paso adelante para abrir la puerta. Pero apenas puso la mano en el grueso picaporte de hierro, sintió una corriente helada de tumba que le llegó desde el agujero de la cerradura. Dio un grito y salió corriendo. Las hermanas se miraron y soltaron la carcajada. Como un eco, se escuchó el grito de los teros.

El amanecer trajo un poco de alivio al calor húmedo de la noche. Había caído una llovizna las primeras horas de la madrugada, y con esas breves gotas, la tierra había aplacado la quemazón del día y la noche. Porque las horas nocturnas allí, al borde del Paraná, podían ser tan calurosas como las horas de sol. La novia del tío y su ahijado se habían ido tarde, cerca de las once. Después de la broma padecida, el chico se refugió al lado de su madrina. Se sentó en silencio entre ella y el tío, que cada tanto lo miraba de reojo. Las hermanas, satisfechas, se quedaron en un rincón pegando figuritas y brillantina en un álbum de tapas azules.

Ese amanecer, los árboles estaban más quietos que nunca. La casa dormía apenas un poco más fresca, y las cotorras no habían empezado aún sus interminables conversaciones matinales. Las hermanas se despertaron sobresaltadas. La mayor miró el reloj sobre la mesa de noche: cinco y veinte. La menor corrió un poco la cortina como verificando en el horizonte lo que les decía el reloj. Descalzas y en camisón, salieron a la galería.

Unos días atrás, más precisamente el de Reyes, la llave de la despensita había aparecido debajo de la manta del Caburé, el gato overo de la abuela. La encontró la menor, y se le reveló como una verdadera epifanía. Estaba barriendo y limpiando la pieza de la abuela, como todos los viernes. Sobre un cuero de oveja, el Caburé dormía literalmente a pata suelta: panza arriba y con las patas bien estiradas, apuntando al norte. La menor sabía que para moverlo y seguir limpiando, lo único que funcionaba era un buen escobazo. Y eso hizo, le dio con la escoba. Pero esta vez, además del maullido rencoroso del gato, oyó un clinc que le llamó la atención. Se agachó y ahí estaba la llave.

Eran casi las cinco y media, pronto la casa saldría de su modorra. Tenían que apurarse si no querían que las pescaran otra vez. Emocionadas por la inminente excursión, las hermanas no se dieron cuenta de que un temor instintivo se les había metido entre los huesos. Para abrir la puerta, tuvieron que arrancar de la pared unas ramas de la enamorada del muro que tapaban la cerradura. Ninguna se preguntó cómo era posible que la enredadera hubiera estirado tanto sus incontables brazos de la noche a la mañana. O se lo preguntaron pero no quisieron buscar respuestas.

Al entrar entrecerraron los ojos hasta que se acostumbraron a la media luz. Había en la despensita un olor dulzón y un poco nauseabundo que les hizo torcer la nariz. Seguramente algo se había echado a perder. Revisaron con la mirada el primer estante, luego el segundo y el tercero de la derecha. Encontraron frascos de sardinas, que si se las miraba bien, hacían destellar su piel plateada mientras se sacudían frenéticamente. Detrás de un dulce de ciruela, vieron una botella llena de miel que se había vuelto sólida, y en esa transformación, ya no parecía miel sino una arena compacta y blancuzca. Por el pico de la botella salía un zumbido incesante. Nada de esto las sorprendió, pues la despensita era desde siempre lugar de acontecimientos y apariciones extraordinarias.

Sin embargo, ocurrió esa mañana que oyeron un siseo insistente. Buscaron con la mirada y vieron moverse las hojas de tabaco que el tío colgaba de tres ganchos gruesos atornillados al cielorraso. Más que moverse, parecían temblar. Levantaron enseguida los ojos, achicándolos para ver mejor: entre los ramos aplastados de hojas de tabaco serpenteaban los verdes y marrones de una yarará.

Las hermanas tuvieron que taparse la boca para contener el grito. Sin pensarlo, abrieron la puerta y salieron corriendo. Se encerraron en su cuarto y se metieron de nuevo en la cama. Las despertó la madre, el almuerzo estaba listo. Al unísono contestaron que se sentían mal y que seguirían durmiendo. Ayudadas por el sopor de enero, se hundieron en un barro espeso de sueños y pesadillas. Una nuez gigante se partía y soltaba una jauría de perros huesudos y hambrientos. Volvieron a despertarse, esta vez por un ajetreo extraño para esas horas. Eran las cuatro de la tarde, y aunque el sol reinaba inclemente, por la ventana vieron a la madre, al padre, al abuelo y a varios vecinos reunidos afuera. La abuela se hamacaba en su mecedora. También estaba la novia del tío. ¿Acaso lloraba?

En la puerta de la despensita, y con gotones de sudor que por momentos le nublaban la vista, un peón de la estancia de Quesada forcejeaba con la yarará más grande que se hubiera encontrado por esos lugares. A un costado, y en una torsión deformada, el cuerpo sin vida del tío. El peón dijo luego que pasarían muchos años antes de que pudiera olvidar el lívido espanto dibujado en la cara de Don Benítez.

miércoles, 9 de octubre de 2013

La mujer que se amaba demasiado



Yo la conocí. Era tan linda, tan linda, que te hacía sentir un sapo, o peor, un escuerzo. Vivía al final de la calle ancha del pueblo. Todos los días de aquellos años pasó delante de mi casa y jamás me animé a levantar la vista. Ella trabajaba en la botonería de los Cuttuli, y yo sufría como un condenado a la hoguera cada vez que mi vieja me mandaba a comprar algún hilo para zurcir las medias.
            Todo el que ya se hubiera calzado los pantalones largos la pretendía. Y la guacha lo sabía, pero no dejaba que nadie se le arrimara. En realidad, muchos se le arrimaron, pero nunca lo suficiente como para robarle un beso o una caricia furtiva. Por más que se esforzaran, quedaban como perro con la cola entre las patas. Ni un poco de piedad tenía, y eso que nunca faltaba a misa.
            Cuentan que la bruja del pueblo, que sabía de todo por vieja más que por bruja, le advirtió una tarde fría de agosto que más vale bajara el copete y eligiera candidato mientras la juventud estuviera de su lado. Si no, le dijo, te vas a quedar para vestir santos.
            Se ve que la bruja le pegó con la adivinación, o que el destino quiso hacer justicia por tanto novio malogrado. Un día, muchos inviernos después, tantos que ya no los puedo ni contar, la vi en la iglesia de Santa Úrsula de las Venecitas. Como no era hora de oficio, por un segundo pensé que estaba ahí por algún bautismo o algún entierro. Pero me equivoqué: subida a una escalera de albañil, le cambiaba trabajosamente el faldón castaño a un San Roque de mirada indiferente. Al lado de ella una monjita casi ciega no paraba de hablar mientras le sostenía el costurero.  

martes, 1 de octubre de 2013

Puñales



Como puñales envenenados me arrojaste tus palabras.
Como puñales embravecidos te devolví las mías.

Y allí quedamos los dos, tendidos, agonizantes.