A Rosita y Matilde
En la despensita
podía haber casi cualquier cosa. Estaba lo cotidiano, desde latas de tomate
hasta barritas de azufre para el dolor de cuello, y también lo que se revelaba de
vez en cuando. Las hermanas tenían prohibida la entrada, ése era territorio
adulto, en especial del tío. Allí conservaba celosamente las hojas de tabaco
para sus cigarrillos. Pero en ocasiones, durante las siestas, ellas robaban la
llave que se guardaba adentro de una lata vieja de café La Virginia.
Durante esas excusiones furtivas descubrían los objetos y tesoros más
extraños. Jamás se atrevieron a tomar alguno, ni siquiera los movían de lugar.
Temían que apenas los tocaran, desaparecieran en la mediasombra de las
estanterías. En una ocasión, descubrieron una máscara india que se asomaba por detrás
de una horma de queso y les sonreía. Cuando quisieron acercarse, la expresión
mutó al llanto. ¿Acaso también se oía un sollozo? Otra tarde encontraron una
mariposa con alas de rubíes que volaba pesadamente entre los jamones que
colgaban del techo. Pero lo más raro de todo sucedió el día que levantaron un
caracol del piso. Se lo llevaron al oído, y en la lejanía y entre las olas
bravas del mar, oyeron la sirena de un barco que venía cruzando el Atlántico.
Las hermanas siempre tomaban muchas precauciones para no ser
descubiertas. Por ejemplo, se descalzaban para entrar a la cocina y a veces una
se quedaba vigilando en la puerta de la despensita, mientras la otra entraba y
en un susurro entrecortado por la emoción, iba relatando los hallazgos. La
abuela no les preocupaba porque se había puesto sorda de tan vieja y de tanto
escuchar los discos de Nino Bravo. Además, se quedaba dormida en la mecedora de
la galería. Era
un gato, ronroneando y roncando.
Una tarde de verano, las hermanas se descuidaron un poco porque el zumbido
trastornado de las chicharras ensordecía a la casa y sus habitantes. Cuando
metieron la mano en la lata de café, la llave no estaba. Se miraron perplejas y
empezaron a buscar casi frenéticamente. Vaciaron un tarro de harina,
revolvieron el cajón de los cubiertos, destaparon las ollas de aluminio. Hasta
que a la menor se le ocurrió buscar detrás de la caja donde el tío guardaba los
cigarrillos que armaba, y allí la encontraron. Dieron
un salto de alegría y salieron corriendo. En el camino, les pareció ver que la
abuela levantaba la cabeza y hacía un ademán con la mano, pero siguieron
entusiasmadas hasta el final de la galería, para girar apenas unos pasos y
llegar a la despensita.
Ni bien entraron, una corriente fría les dio piel de gallina, y a la
mayor, la hizo estornudar. Se miraron extrañadas, aunque no sabían por qué. En
realidad, allí estaban las dos, sintiendo, o quizás oyendo con el oído más
avanzado de la intuición, que algo no estaba del todo bien. Sin darse cuenta,
ambas sacudieron un poco la cabeza, como si quisieran deshacerse de esas tácitas
prevenciones, y se dispusieron a examinar las estanterías. No habían terminado
con el primer estante, el más alto y por eso, el que les daba dolor de cuello,
cuando oyeron, ahora sí con los oídos comunes y corrientes, unos pasos pesados.
Y enseguida, como viniendo desde otra dimensión, el vozarrón del tío. Por
fin las agarré, mocosas. Vengan para acá que hoy no se salvan. Sin darles
tiempo a nada, se sintieron arrastradas por una mano brutal, y la voz seguía
diciendo: las agarré, mocosas, las agarré, yo les voy a enseñar a no meterse
donde no las llaman, y ni una palabra a nadie, ni se les ocurra, y esa mano
brutal dolía, pero más dolía el orgullo, y saber que el gozo de las excursiones
había terminado.
La paliza las dejó atontadas. Salieron de la despensita como dos zombies
(o al menos eso pensó la menor), como los zombies de las películas, porque
caminaban torpemente, las piernas no querían obedecerles. Así pasaron delante
de la abuela, que mientras roncaba sacudía un poco la cabeza como si dijera no,
no, en algún sueño. Durante los días que siguieron ninguna habló demasiado. El
ritmo de la casa era el de siempre, aunque ahora las siestas se volvieron
largas y aburridas. El calor se pegaba al cuerpo como una masa viscosa y las
moscas zumbaban enajenadas.
Una tarde llegó de visita la novia del tío. Era esa hora cuando la luz se
está despidiendo pero a la vez pareciera que quiere quedarse. Además de una
caja de masas, traía de la mano a un chico. Era tan flaco que daba pena.
Llevaba puesta ropa que no parecía suya, sino más bien la de algún abuelo ya
muerto y enterrado. La novia del tío lo presentó como su ahijado de bautismo,
el sol que le alumbraba el alma. Todos sonrieron menos el tío y el chico. Y las
hermanas hicieron como que no escuchaban y miraron para otro lado para evitar
saludarlo.
Se hizo de noche y los grandes seguían todavía con su charla, tomando
naranjada y comiendo masitas finas. Casi al unísono, las hermanas se
disculparon y salieron a la
galería. El cielo era ahora petróleo y el lucero brillaba
agradecido. El chico salió detrás de ellas, en silencio.
“¿Querés que te mostremos un tesoro?”, lo invitó la menor, y apenas
terminó de decirlo, sintió el codazo de su hermana en una costilla.
El chico no contestó. Se miraba los zapatos y miraba atrás, hacia donde
estaban reunidos los adultos, y de vuelta a los zapatos. Eran viejos, quizás
habían sido marrones, pero ahora estaban negros de tanta pomada.
“Vení, está escondido en un lugar secreto. ¿O tenés miedo?”, insistió burlona
la menor.
“Mostrame”, le dijo el chico mirándola de frente por primera vez.
La mayor dio un pisotón a la tierra seca, como protestando, pero la menor
la ignoró por completo. Agarró al chico de la mano y lo llevó primero
desandando el camino de baldosas del frente de la casa, y luego por la galería,
hasta llegar a la puerta de la despensita. Había poca luz porque la luna todavía
era nueva, y unos nubarrones del color de un moretón habían cerrado de pronto el
cielo llevándose al lucero.
“Dale, entrá”, lo conminó la
menor. La mayor seguía en silencio, mientras se mordía las
uñas.
Con un coraje súbito, el chico dio un paso adelante para abrir la puerta. Pero apenas
puso la mano en el grueso picaporte de hierro, sintió una corriente helada de
tumba que le llegó desde el agujero de la cerradura. Dio un
grito y salió corriendo. Las hermanas se miraron y soltaron la carcajada. Como un
eco, se escuchó el grito de los teros.
El amanecer trajo un poco de alivio al calor húmedo de la noche. Había caído
una llovizna las primeras horas de la madrugada, y con esas breves gotas, la
tierra había aplacado la quemazón del día y la noche. Porque las
horas nocturnas allí, al borde del Paraná, podían ser tan calurosas como las
horas de sol. La novia del tío y su ahijado se habían ido tarde, cerca de las
once. Después de la broma padecida, el chico se refugió al lado de su madrina.
Se sentó en silencio entre ella y el tío, que cada tanto lo miraba de reojo.
Las hermanas, satisfechas, se quedaron en un rincón pegando figuritas y
brillantina en un álbum de tapas azules.
Ese amanecer, los árboles estaban más quietos que nunca. La casa dormía
apenas un poco más fresca, y las cotorras no habían empezado aún sus
interminables conversaciones matinales. Las hermanas se despertaron
sobresaltadas. La mayor miró el reloj sobre la mesa de noche: cinco y veinte. La
menor corrió un poco la cortina como verificando en el horizonte lo que les
decía el reloj. Descalzas y en camisón, salieron a la galería.
Unos días atrás, más precisamente el de Reyes, la llave de la despensita había
aparecido debajo de la manta del Caburé, el gato overo de la abuela. La encontró la
menor, y se le reveló como una verdadera epifanía. Estaba barriendo y limpiando
la pieza de la abuela, como todos los viernes. Sobre un cuero de oveja, el
Caburé dormía literalmente a pata suelta: panza arriba y con las patas bien
estiradas, apuntando al norte. La menor sabía que para moverlo y seguir
limpiando, lo único que funcionaba era un buen escobazo. Y eso hizo, le dio con
la escoba. Pero
esta vez, además del maullido rencoroso del gato, oyó un clinc que le llamó la atención. Se agachó y
ahí estaba la llave.
Eran casi las cinco y media, pronto la casa saldría de su modorra. Tenían
que apurarse si no querían que las pescaran otra vez. Emocionadas por la
inminente excursión, las hermanas no se dieron cuenta de que un temor
instintivo se les había metido entre los huesos. Para abrir la puerta, tuvieron
que arrancar de la pared unas ramas de la enamorada del muro que tapaban la cerradura. Ninguna
se preguntó cómo era posible que la enredadera hubiera estirado tanto sus
incontables brazos de la noche a la mañana. O se lo preguntaron pero no quisieron buscar
respuestas.
Al entrar entrecerraron los ojos hasta que se acostumbraron a la media
luz. Había en la despensita un olor dulzón y un poco nauseabundo que les hizo
torcer la nariz. Seguramente
algo se había echado a perder. Revisaron con la mirada el primer estante, luego
el segundo y el tercero de la derecha. Encontraron frascos de sardinas, que si
se las miraba bien, hacían destellar su piel plateada mientras se sacudían
frenéticamente. Detrás de un dulce de ciruela, vieron una botella llena de miel
que se había vuelto sólida, y en esa transformación, ya no parecía miel sino
una arena compacta y blancuzca. Por el pico de la botella salía un zumbido
incesante. Nada de esto las sorprendió, pues la despensita era desde siempre lugar
de acontecimientos y apariciones extraordinarias.
Sin embargo, ocurrió esa mañana que oyeron un siseo insistente. Buscaron
con la mirada y vieron moverse las hojas de tabaco que el tío colgaba de tres
ganchos gruesos atornillados al cielorraso. Más que moverse, parecían temblar. Levantaron
enseguida los ojos, achicándolos para ver mejor: entre los ramos aplastados de
hojas de tabaco serpenteaban los verdes y marrones de una yarará.
Las hermanas tuvieron que taparse la boca para contener el grito. Sin
pensarlo, abrieron la puerta y salieron corriendo. Se encerraron en su cuarto y
se metieron de nuevo en la
cama. Las despertó la madre, el almuerzo estaba listo. Al
unísono contestaron que se sentían mal y que seguirían durmiendo. Ayudadas por
el sopor de enero, se hundieron en un barro espeso de sueños y pesadillas. Una
nuez gigante se partía y soltaba una jauría de perros huesudos y hambrientos.
Volvieron a despertarse, esta vez por un ajetreo extraño para esas horas. Eran
las cuatro de la tarde, y aunque el sol reinaba inclemente, por la ventana vieron
a la madre, al padre, al abuelo y a varios vecinos reunidos afuera. La abuela
se hamacaba en su mecedora. También estaba la novia del tío. ¿Acaso lloraba?
En la puerta de la despensita, y con gotones de sudor que por momentos le
nublaban la vista, un peón de la estancia de Quesada forcejeaba con la yarará
más grande que se hubiera encontrado por esos lugares. A un costado, y en una
torsión deformada, el cuerpo sin vida del tío. El peón dijo luego que pasarían
muchos años antes de que pudiera olvidar el lívido espanto dibujado en la cara
de Don Benítez.