lunes, 12 de agosto de 2013

Es tan raro febrero



Por las noches de carnaval, las plazas se van de fiesta. Para que el placero no se entere, han imaginado algunos trucos: dejar las luces encendidas, contratar a un dúo de grillos imitadores del criqueo de las hamacas, echar agua debajo de cinco baldosas por si acaso llueve.
Nunca nadie se ha percatado de todo esto, salvo yo: anoche vi a una plazoleta meneando sus toboganes al compás de la murga callejera.
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En el supermercado chino de la esquina de mi casa venden todo lo necesario para una vida cómoda y feliz: sal de tiempo (pasado, presente o futuro, el cliente elige), un jade libertario con costumbres revoltosas, trémulas de pie para alumbrar hasta los rincones más oscuros, julianas refrescantes (las preferidas de la abuela Rosa), un colmillo turco traído directamente de boca en boca de la India, alciras de menta que ahuyentan el mal de ojo, servilios con esencia de jacarandá, además de tablas de multiplicar panes y peces, claro.
Pero lo más importante es que cuando me pongo triste, voy y encuentro el cordal más dulce que se haya probado jamás, y ese, ese sí que es el mejor remedio para el mal de canopia.
 
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Paseo canarios, cotorras y calandrias. Horneros no –decía el cartel– porque son demasiado caseros y les viene el mal de altura cuando dejan su nido, aunque más no sea por un rato.
 
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Ayer en asamblea particular y extraordinaria, los vecinos de la cuadra decidieron por unanimidad roncar a la misma hora: de dos y veinte a cuatro y diez de la mañana. Yo, que nunca aprendí a roncar por culpa de un fiel insomnio, duermo ahora pacíficamente arrullada por un coro de narizcornetas y gargantatrombones.
Aunque a veces, cuando sopla viento norte, me parece escuchar a Don Laurencio, que por ser medio sordo, desafina más que chicharra con gripe.

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