En una mesa redonda, diminuta, con tapa de mármol rosado,
tomamos café. Al mío le pongo canela y un perfecto terrón de azúcar. Miro hacia
la calle, tan mundana, tan atrevida con sus verderrojos. Banderas, banderines,
lucecitas anticuadas como de carnaval permanente. Enfrente venden sombreros. Me
compré uno de fieltro de lana gris. En otro negocio de objetos estrafalarios,
casi antojadizos, conseguimos un par de estrellas de mar que alguna vez
habitaron el Atlántico. Son tan simétricas, tan hermosas que mi conciencia
ecológica se quedó sin argumentos.
El sol se cae en el horizonte (como decía en un cuento María
Elena). Acá el horizonte es un subibaja de edificios de ladrillos añosos y
torres modernas de acero y cristal. Caminamos un rato largo, sintiendo el frío
de este otoño del hemisferio norte. Entramos en una pequeña trattoria decorada
con guirnaldas, fotos en sepia y camisetas de la Juventus (el club de la Nonna,
pienso). Pedimos el plato del día, la mejor polenta rellena sobre la Tierra. Nos divertimos
con los mozos, que tratan de adivinar nuestro acento y concluyen que somos
españoles. Les seguimos la corriente y les decimos que sí, que viva España,
hombre, pero al rato se nos escapa un “che” delator y nuestra actuación fracasa
de repente. Nos reímos una vez más con ellos.
Ya es de noche, aunque en esta ciudad hay tantas luces,
gentes, autos, que la noche nunca es noche. Volvemos al hotel en Washington
Square. Somos tan felices como un niño en el día de Reyes. O quizá más.
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