Había una vez un café con leche que quería ser té con limón.
Cuando se miraba al espejo y se veía tan pálido, lloraba: “Bua, bua, quiero ser
oscuro como la noche y que la gente haga una mueca cuando me toma”. Y volvía a
mirarse y hacía esa mueca que se le dibuja a la gente en la cara cuando toma té
con limón (porque el té con limón es un poco ácido).
Había una vez una medialuna que quería ser vigilante. Cuando
se miraba al espejo y se veía tan curvada, lloraba: “Bua, bua, quiero ser
flaca, alta y derechita y que la gente se pelee por agarrarme”. Y volvía a
mirarse mientras se zarandeaba sola, como la gente zarandea las cosas cuando se
pelea por agarrarlas, porque en la bandeja de facturas nunca ponen suficientes
vigilantes.
Había una vez una nena que mientras desayunaba, suspiraba:
“Ah, quiero ser un gorrión y saltar de rama en rama por los árboles de mi
plaza”. El café con leche y la medialuna la miraron extrañados y pensaron: “Qué
rara esta nena, cómo va a querer ser gorrión si los gorriones no toman
riquísimos cafés con leche como yo” (eso lo pensó el café con leche) y “Qué
rara esta nena, cómo va a querer ser gorrión si los gorriones no comen
riquísimas medialunas como yo” (eso lo pensó la medialuna). Y así estaban los tres,
pensando y meditando, hasta que se olvidaron de que querían ser otra cosa y se
fueron contentos a jugar.
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